Te marchaste bajo un cielo rojo. En el crepúsculo de las horas finales, al morir el día, me dejaste solo, sin respuestas en tu boca muda y tus ojos de mirada tan fría que mi alma se congeló en el miedo a lo irremediable. Te miré largo rato, en medio de un silencio que se fue haciendo eterno. Cada segundo que pasaba te alejaba más y más de mí, cayendo pesadamente en mi alma como las evidencias que me condenaban. Entonces me arrodillé y lloré, suplicando perdón, piedad por aquel acto que te hacía partir de mi lado...pero sabía que a pesar de mi llanto amargo hiriéndome los ojos, tu jamas volverías. Clamé al cielo, en un grito que desgarró mi garganta, loco de espanto y dolor, hasta que la oscuridad me sorprendió, envolviéndome en su helado abrazo de confusión y desamparo, recibiéndome en las tinieblas de mi interminable perdición. Supe entonces que debía comenzar mi destierro hacia las sombrías regiones de mi castigo sin fin, y quise despedirme, por última vez. Puse mi boca en tus heridas y las besé, una por una, intentando aliviar el fuego de tu sangre inocente, derramada por mi afán de hacerte mía para siempre...una por una las fui besando, tiernamente, enamorado de tu carne y tu alma, estremeciéndome como una espiga bajo la tormenta. Luego, y con el rojo sabor de tu muerte en mi aliento, posé mis labios sobre los tuyos y te di mi último beso, dejando en ellos la marca imborrable del crimen que nos separaba para siempre, y que me seguiría como un rastro de huellas manchadas que ni las lluvias podrían lavar, por el resto de mi desgraciada existencia.