QUESO MENGUANTE
De entre las sombras emergió una figura esbelta y endrina que levitaba muy cerca del suelo. Sus rombóideas pupilas destellaban codiciosas, al contemplar con impensable fijeza aquel manjar ahuecado, redondo, luminoso y distante.
La brisa se percató de la presencia del recién llegado y se detuvo aparatosamente, en parte por el embelezo instatáneo que le produjo esa aparición agazapada, en parte por su indómita y cecular manía de andar fisgoneándolo todo. Tan abrupta detención le hizo sofocarse, carraspear, toser, ulular espasmódicamente y por último regurgitar las hojas secas y el polvo fino que había tomado en la cena.
Tanto alboroto puso a todos en alerta y cuando la brisa logró por fin sosegarse, la expectación general recayó sobre el felino que ningún caso había hecho del barullo e impertérrito continuaba en su éxtasis selenita.
Entonces la apaciguada brisilla decidió recostarse sobre el añoso tronco de un urapán, los eucaliptos que bordeaban el sendero adoptaron una postura de soldado en formación, desapareció el rumor del agua corriendo por el caño, el gallo desvelado cesó su canto destemplado, se acuclillaron los nocturnos perfumes del antejardín y todos parecieron quedarse inmóviles a la espera de algún suceso extraordinario, dibujando sin proponérselo una hermosa pintura de inmóviles blancos, negros y grises.
Desde la ventana de un segundo piso, instalado sobre el lomo de un gran oso de peluche que yacía tumbado boca abajo en un extremo de la cuna, un pequeño espía capturaba la escena contagiado de la común intriga, mientras las patas, los bigotes, las orejas, la cola, la nariz, pero especialmente los ojos del codicioso hijo de Hades permanecían incolumnes en la acechanza del apetitoso queso.
El primer salto fue portentoso y generó un profuso esplendor en la carita del espía del segundo piso. Los eucaliptos celebraron levantando repetidamente sus ramas, la corriente del caño volvió a fluir bulliciosa, los jazmines, la limonaria, los novios y la yerba buena expelieron un suspiro aromatizante y los grillos antes silentes cantaron una entusiasta alabanza.
Tras el suave y pausado aterrizaje se recreó vertiginosamente el cuadro inicial. Todos retomaron sus posiciones, con renovada expectativa y ahora también con cierta solemnidad. El pequeño apenas sí se movió para llevarse el índice de la mano derecha a la boca.
Luego de breves e interminables instantes vino el segundo intento, que superó todas las previsiones. En la ventana del segundo piso el insomne vigía también saltó impulsado por el asombro. Sus cejas se arquearon, su boca dibujó una “O” perpetua y del gorrito de lana se fugaron caprichosos mechones lácios y castaños.
Del vientre de la brisa brotó un “huy...” tan prolongado y chillón, que erizó al césped, organizado en armoniosas filas para presenciar el espectáculo. El viejo copetón que hace mucho tiempo había instalado su nido en el robusto pino se asomó para protestar por el ruido, pero se quedó sin trinar nada cuando avisoró la sombra que delicadamente descendía de las alturas.
Momentáneamente agotado por el esfuerzo, el minino se tendió en las baldosas del antejardín como un pequeño tapete. Su esponjado pelambre se desmayó seguidamente y se produjo entonces un triste silencio, lleno de pesadumbre e interrogantes.
Este era un reto insalvable para la escasa prudencia de la brisa que no pudo contenerse. Se revolvió en torno a su asiento, se irguió y suavemente se dirigió hacia el héroe. Cuando estuvo a su lado lo acarició maternalmente y le susurró algunas palabras que nadie comprendió. Enseguida rehizo su recorrido y volvió a sentarse bajo el abrigo del urapán.
El hermoso felino levantó su cabeza, se incorporó totalmente, hizo tres flexiones como desperesándose, reparó por primera vez en toda la concurrencia, observó largamente los ojos del espía, se acercó a la matera, jugueteó con una ramita de toronjil que luego derrivó, arrancó y lanzó por los aires.
De nuevo se quedó inmóvil, como suspendido en el espacio, casi deteniendo el tiempo. Parecía una estatuilla cincelada en carbón de piedra que contemplaba a su víctima con orgullo y superioridad. Enseguida arremetió contra ella y con una grácil contorción volvió a izar a la indefensa ramita, recapturándola al instante con certeros movimientos. Después de tres zambullidas más en pos de aquella pluma verde, se detuvo y la olisqueó detenidamente, abandonándola en el centro del antejardín.
Trepó entonces a la barda circundante para tumbarse muy cerca de algunas flores de jazmín que habían coronado el muro, ronrroneó junto a ellas impregnándose de su perfume, saltó con agilidad hasta la ventana del segundo piso y volvió a encontrarse con los ojos expectantes del niño insomne.
Desde allí contempló a los eucaliptos en formación, vió correr el agua por el caño, avisoró el nido del copetón entre las ramas del pino, escudriñó el césped, escuchó con atención el canturreo de los grillos que lo vitoreaban, saludó los jazmines y se sintió colmado de todos ellos.
Entre sus almohadillas surgieron entonces afiladas uñas que rastrilló contra el borde de la corniza. Midió sus fuerzas y se halló pletórico de energía. Levantó la cerviz para ubicar al codiciado trofeo, llenó sus pupilas de tanta luz de luna que sus ojos parecían dos estrellas y decidido se lanzó a las baldosas.
Buscó una posición en la que tuviera todo el apoyo requerido, la halló, iluminó la carita del niño con una mirada de relámpago fugaz, se concentró nuevamente en su objetivo y definitivamente se arrojó al infinito.
Todo el escenario se encendió de pronto. Millones de multiformes cuerpos celestes iluminaron la ruta del navegante. Cuanto más se elevaba más velocidad ganaba el audaz. Su figura resplandecía y aunque cada vez se divisaba más pequeño, se lo podía hallar al seguir la estela acrisolada que había trazado en su camino. Sin embargo sus destellos empezaron a fundirse con los efluvios que manaban de sus cósmicos anfitriones y su imagen se diluyó poco a poco.
Con el mismo vértigo que acompañó la incandescencia del firmamento llegó la total oscuridad. El espía estaba conmocionado, se pasó las manitas por los ojos, parpadeó repetidamente pero no podía ver nada. Perdió el equilibrio y cayó abatido junto a su oso de peluche.
En la mañana mamá entró en la habitación y lo despertó amorosamente, acariciándole las mejillas y cubriéndole las frías manitas con su cobija favorita, arrumada en una esquina de la cuna. Pero... ¿Qué hacía Don Pancho en esa posición? Preguntó mamá. Los osos eran buenos acompañantes para los niños pero debían permanecer sentados y no enterrados de cabeza, atravesados en la cama de los bebés.
Ella tomó a la bestia de una de sus patas y le propinó varias nalgadas recriminándolo por la falta de compostura. El espía se sintió culpable, pero por fortuna mamá cambió de actitud. Reacomodó las orejas del peluche, le peinó la cabeza con la mano, le dio un beso en la nariz y lo instaló cuidadosamente en la silla que se había convertido en el trono del señor Don Pancho.
Mamá salió de la habitación y pocos minutos después se le oyó entonar un ta tan, ta tan, ta tan...” que anunciaba el rosado desayuno embotellado en un biberón. El pequeño sacó sus manitas de bajo la cobija y batió los brazos vigorosamente. Era de fresa, uno de sus favoritos. Lo bebió con avidez. Le encantaba escuchar la canción de las burbujas atrapadas y espumeantes dentro de su tetero. La canción terminó, dejó caer el biberón junto a la almohada y se estiró desperezándose al tiempo que un gran rayo de sol que irrumpió en la ventana se estrelló en aquellos ojos marrón.
Inmediatamente lo recordó todo. Hizo bicicleta con sus piernas hasta volver a arrumar la cobija, se apoyó en el codo izquierdo y la mano derecha, se aferró a la baranda de la cuna y se puso de pie, se empinó todo lo que pudo pero era poco lo que alcanzaba a divisar. Volvió su mirada hacia Don Pancho que ahora se hallaba cómodamente sentado en su trono y sin la posibilidad de auxiliarlo en este trance.
Su paciencia se agotó y se dejó derrumbar agobiado por la impotencia. Se llevó el índice de la mano derecha a la boca y fijó la mirada en una de las paredes del cuarto, donde el ratón miguelito presentaba varias fasetas de su vida cotidiana, atrapadas en siluetas de madera recubiertas con papel de colores. De pronto recuperó el ánimo, se volvió hacia la puerta y empezó a llorar sonoramente, sin tomarse ninguna molestia para ocultar una ladina sonrisa que se dibujaba entre sus mejillas.
Mamá acudió pronto y lo tomó en sus brazos acunándolo dulcemente. Enseguida lo sujetó por la cintura y le dio tres vueltas en círculo tratando de sosegarlo, ensayó después el juego del aviador que tanto le gustaba, imitó las voces del elefante, la vaca, la gallina y la oveja hasta que finalmente se detuvo. Él, con un gesto que no dejaba lugar a dudas señaló a Don Pancho. Mami sonrió declarando entendido el mensaje, volvió el bebé a la cuna y seguidamente izó al peludo regordete sentándolo cerca del espía.
El pequeño tomó a su cómplice por las manos y lo enteró de los planes, advirtiéndole que debían esperar a que mamá se marchara. Cuando estuvieron solos Don Pancho se enterró de cabeza y el espía trepó a su lomo para atisbar por la ventana.
Allí estaba el antejardín, más allá los eucaliptos y el urapán, el agua corría brillante y calma por el caño, la brisa correteaba a las hojas secas pero... no había rastro del minino. ¡Un momento!. En el centro del jardín estaba despelucada la ramita de toronjil. Era cierto. El gatito se había marchado al infinito para atrapar el queso redondo y brillante que se veía en las noches claras.
Pasados algunos días, una nueva incursión nocturna le reveló al espía un hecho portentoso: el queso estaba incompleto. Tenía ahora una forma de banano, como si alguien le hubiera dado un gran mordisco. Don Pancho le pidió al pequeño que observara cuidadosamente para ver si hallaba en el cielo nocturno la figura del magnífico saltarín. No se ve por allí –respondió el espía-. Tan solo se aprecian dos rombos brillantes cerca del queso abananado.
Y... ¿qué piensas tú que son esos rombostitilantes? ¿Acaso no son los ojos del ambriento gatito?. Te aseguro que ha sido él quien ha mordido el queso luminoso pero no te aflijas. Ese es un queso mágico y siempre que el travieso lo muerda volverá a crecer y después de unos días lo volveremos a ver totalmente redondo.
En una noche despejada de treinta años después, ante la danza del agua en el caño, con la caricia de los eternos perfumes de nuevas generaciones de jazmines, con el arrullo de un canturreo de grillos y la algarabía de la añosa brisa que persigue hojas secas, se ha abierto la puerta del garaje. Un hombre de cabello lacio y castaño, de ojos marrones ha salido al antejardín llevando consigo dos pequeñas butacas.
El hombre vuelve a meterse en la casa y regresa luego acompañado de un gran oso de peluche que instala cuidadosamente en uno de los asientos advirtiéndole que este es el momento justo para rememorar aquella épica historia.
Nuevamente ingresa a la casa y cuando retorna trae en brazos a un pequeño, cuyos curiosos ojos, que destacan en el marco del pasamontañas de lana, se dirigen inmediatamente al cielo nocturno. Fue exactamente aquí –le dice el amoroso padre al pequeño-. Yo estaba justo en esa ventana.
Volviéndose hacia el oso que los contemplaba complacido, el hombre solicita pausadamente: querido Don Pancho, cuéntale a mi hijo porqué existe la luna menguante.
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