(Considero necesario aclarar, ante la posibilidad de que exista algún lector psicoanalista o buscador de patologías mentales, que los hechos narrados a continuación son sólo parcialmente reales, así como las coincidencias entre autora y personaje. Lo demás es pura ficción y exageración.)
Le dolían los dedos por apretar tanto el lápiz a causa de la tensión que le producía trabajar a contrarreloj. Se había atrasado mucho por hacer tantos extras. ¿Qué otra opción le quedaba?, con ese sueldo no le alcanzaba para nada. A ese paso no terminaría nunca y debía enviar el trabajo antes del cierre de la edición. Ya era la hora del almuerzo y estarían por llegar los chicos de la escuela. Tenía que pensar en algo rápido, todavía no había comprado nada. ¿Qué podía ser? ¡Ya está! Con dos latas de sardinas y una ensalada de tomates solucionaría todo.
El almacén a esa hora estaba lleno de gente, esperó con una paciencia anestesiada que la atendieran. Volvió con las latas y los tomates calculando cuántas horas le quedaban para hacer todos los dibujos que le faltaban; los números no encajaban, no podía hacer milagros. No encontraba el abrelatas ¿dónde lo habrían metido? Buscó por todas partes en la cocina; lo encontró en el tercer vistazo al mismo lugar, donde hubiera jurado que no estaba. Apretó el mecanismo en el borde de la lata y comenzó a hacer girar la mariposa, pero ésta se deslizaba sin lograr cortar nada, hundiendo más el borde. Lo intentó una vez, dos, tres veces más y era cada vez peor, más se abollaba la orilla. Le dolían los dedos de tanto forcejear. Pasó a la siguiente lata y sucedió lo mismo, por más que apretaba con todas sus fuerzas no lograba que la cuña le hiciera un agujero. Tomó el mazo y un cuchillo, le haría un pequeño orificio inicial para poder continuar luego con el abrelatas. Esto no dio resultado, la mariposa del maldito artefacto giraba sin resistencia, sin accionar el mecanismo, no hacía más que alterar progresivamente sus nervios que ya estaban por explotar. No la iban a vencer las circunstancias, esa miserable lata no se saldría con la suya ¡la abriría como sea! Furiosa tomó el cuchillo más grande y el mazo, dio un golpe, otro golpe, uno contra el que diseñó esa lata imposible de abrir, otro contra el fabricante, otro contra el que diseñó ese abrelatas y su estúpida, débil, inútil mariposita, otro contra los mil trescientos millones de chinos explotadores y explotados que fabrican porquerías baratas como ese abrelatas de mierda que se descomponía justo cuando más lo necesitaba, otro por el periódico que le pagaba una miseria, que jamás reconoció su talento, que le hacía postergar todas sus aspiraciones, que no le permitía pagar una ayudante para limpiar y ordenar la casa que estaba peor que si hubiese venido la hecatombe, sin nada que funcionara, otra contra los platos que estaban en la mesada, si al final igual todo se rompía al segundo o tercer día de uso, ¡todo! ¡todo! ¡TODO! El cuchillo se hundía repetidamente en la lata, en la tabla de madera, en la carne, el aceite salpicaba los azulejos, la ropa, el piso, los cortes quedaban unidos por unos milímetros que no dejaban que la lata se abriera entonces había que meter los dedos y el cuchillo, forcejeando con los nudillos enrojecidos llenos de aceite que empezaba a chorrear junto con la sangre que estaba manchando toda la mesada de rojo. Esos malditos pescados hediondos asomaban apenas sus decapitados cuerpos resbalosos cuando su hijo mayor la sujetó gritando “¡qué hacés, mamá, perdiste la cabeza!” Entre carcajadas histéricas que se confundían con el llanto de su hijo menor ella dijo “no… te juro… yo no fui… cuando la abrí ya estaban así… mutilados”.
Andrea Piccardo |