Guidifredo realizó excelentes inversiones y su fortuna creció de manera increíble. Como era generoso, ocupó a todos los suyos en sus múltiples empresas y brindó bienestar y alegría a muchos seres. La vida le sonreía y nada parecía obstaculizar tanta felicidad.
Pero, el pasado regresa cuando uno menos lo espera. Así fue como apareció desde la nebulosa del tiempo un viejo mal encarado, sucio y de aspecto deplorable. El carcamal había solicitado hablar personalmente con Guidifredo y éste, que no era nada de ceremonioso, le concedió la entrevista.
-Seguro que usted no me va a reconocer señor –dijo el anciano y le miró de reojo, como esperando su reacción.
-En realidad, no tengo el gusto-dijo gentil el muchacho y se arrellanó en su cómoda silla. Pero, hable usted, dígame que es lo que necesita.
-Soy Salustio Guendel, su antiguo jefe.
-¡Oh! Nunca lo habría reconocido.
En realidad, ese hombre debía haberlo pasado muy mal porque la ruina se había plasmado en todo su cuerpo. Ahora lucía encorvado, aún más envejecido, pero algo de su innato ser maligno se traslucía en su mirada. Guidifredo sintió que el odio regurgitaba en su corazón, era algo que lo superaba.
El viejo había perdido toda su fortuna debido a la competencia. No quedaba nada de su imperio y para ahondar aún más su miseria, su casa, el último bastión en donde se guarecía, se había incendiado y esta vez si que Salustio quedó en la calle.
-¡Hum! ¿Y ahora usted desea que lo emplee en cualquier oficio?
-¡Si señor! Lo necesito tanto.
Guidifredo levantó sus ojos en actitud meditativa y sin quererlo, aparecieron en su mente esos vidrios permanentemente sucios y los ojos inquisitivos del anciano. Recordó las palabras hirientes y las reprimendas injustas. Él no era un ser rencoroso pero algo se había dañado en su autoestima y eso necesitaba ser reparado de inmediato.
-Lo que se dice trabajo, en el sentido real del término, no lo tengo. Pero…hace varios días falleció Efraín y necesito reemplazarlo.
-Acepto, acepto de inmediato. Cualquier empleo será una bendición para mí.
-El puesto es suyo entonces, mi buen señor. Comienza esta noche.
No se puede decir que los ladridos fuesen demasiado convincentes, pero por lo menos ahuyentaba a los gatos del vecindario. Era la imagen distorsionada de un cuadrúpedo y nadie habría atinado a adivinarle la raza. Los ladrones sabían que en esa mansión habitaba un engendro del demonio, una maldita criatura que atacaba con ferocidad desmedida y por ello, ni se acercaban. Lo cierto es que Guidifredo había logrado taponar por fin esa herida profunda que le había sido proferida a su dignidad y ahora levantaría la pena a quien se la había infringido. En su corazón no había lugar para el resentimiento, pero se maravillaba al contemplar con que entrega y con cuánta ferocidad, el viejo tirano se posesionaba de su papel…
|