En cuanto Salustio Guendel apareció en la oficina, Guidifredo saltó de su asiento. En realidad, el viejo lo había tomado de sorpresa mientras cabeceaba después de un frugal almuerzo.
Guendel pasó su dedo por un mueble y constató que había mucho polvo en él.
-¿Qué significa esto?-rugió el empresario y Guidifredo, solícito, tomó un plumero y limpió la superficie del estante.
-Siento que contigo estoy dilapidando mi dinero-dijo el viejo, mientras pasaba su dedo por los vidrios de la oficina.
-Señor, esto es una empresa en la cual hay muchos residuos en el aire. Es imposible mantener todo limpio y brillante.
-¡Te pago para que lo hagas, badulaque! ¡Yo no regalo nada a nadie y eso debes saberlo bien!
El muchacho agachó su cabeza y limpió y limpió sin descanso, mientras las partículas se encargaban de posarse en donde el recién había pasado el paño. En realidad, aquello era una tarea de nunca acabar.
-¡Quiero limpios todos los vidrios de esta dependencia!
Guidifredo se revolvía en su lecho, acuciado por las pesadillas. Se veía ingresando a un inmenso recinto recubierto de hollín y mientras más avanzaba, más se hundía. Y cuando abría sus ojos, respiraba aliviado, pero se acordaba de su trabajo y pensaba que acaso la pesadilla era mejor que eso.
La vida ofrece situaciones tan inimaginables, que superan con largueza cualquier argumento que uno pudiese imaginar y plasmar en letras. Cierto día, Guidifredo compró un número de lotería y lo guardó en uno de sus bolsillos. Como el chico no era ambicioso, poca importancia le dio al hecho y se olvidó del boleto ya que, en realidad, se lo había comprado a un anciano que le pareció simpático.
Transcurrieron varias semanas, en las cuales el bueno de Guidifredo se esmeraba en mantener aseado el recinto, sin conseguirlo jamás. Guendel se aparecía con más asiduidad para recriminarlo. El muchacho comenzó a sentir que un odio visceral, ácido como un veneno, pugnaba por transformarse en gesto. De buenas ganas le hubiese dado su merecido a ese tirano, pero, en cambio, agachaba su cabeza y limpiaba y limpiaba en su cuento interminable y sin esperanzas.
Fue su madre, doña Teolinda, quien rescató el boleto, que ya estaba rugoso, de su camisa y se lo entregó al muchacho. Éste, que cenaba con expresión de tedio, lo dejó sobre la mesa, sin prestarle mayor importancia. Pero, quiso la fortuna que en esos momentos, el locutor del programa de televisión que Guidifredo miraba sin mucha atención, dijera:
-Aún no aparece el único ganador del boleto de lotería de hace tres semanas. El misterio se mantiene ¿Quién será el afortunado?
Cuando Guidifredo revisó los números ganadores y los comparó con los suyos, no se podría decir que lanzó un tremendo grito de júbilo, no. Sólo buscó a su madre y le dio un abrazo muy apretado. –Somos millonarios- le dijo y la pobre se desmayó a causa de la emoción.
Demás está decir que el muchacho renunció a su trabajo de inmediato. El siempre había sido un ser mesurado, de buenos sentimientos, pero esta vez sintió que si no se iba de aquel lugar, sucedería algo de lo que se arrepentiría. El viejo le miró con sus ojillos maliciosos y le auguró un amargo: -ya regresarás por estos lados, muchacho mal agradecido.
(Continúa)
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