La miseria reinaba sobre la faz de la tierra. La gente se arrastraba por las calles buscando algo que echarse a sus ávidas bocas. El desastre se había producido y la mayor parte de la población sufría los embates de ese algo que se había posado como una gigantesca nube sobre sus aterradas cabezas, nublando horizontes y esperanzas.

Algunos lograron atesorar un poco de cada cosa y ahora eran asediados por los miserables que imploraban un poco de agua y aunque fuese una migaja de pan.

La muerte se hizo más que nunca certera
aguardaba a la vuelta de las esquinas,
los cadáveres se hacinaban en las calles
y eran disputados por perros y por cristianos,
la sombra se cernía amenazante, ángel de alas negras
que desgarraba el corazón de sus favorecidos,
muerte piadosa les concedía para ser pasto de las fauces.

Seres a los que les colgaban harapos, arrastraban sucias bolsas, dentro de ellas atesoraban sus pocas pertenencias. Todo se transaba, nada era sagrado, acallar el rumor de sus tripas era lo único que importaba. Un viejo cargaba un viejo violín y lo cambiaba por un mendrugo de pan, una mujer vendía a su hija como esclava. Pero una persona valía mucho menos que un jugoso filete, si este fuese posible de adquirir, puesto que ya no quedaba un solo vacuno vivo.

La vida se caía a pedazos
en este infierno del Dante,
cuando se acabaron los víveres
todos salieron a las calles a clamar,
luego, ante la imposibilidad de conseguir alimento,
el hombre se transformó en fiera
y devoró las entrañas de su hermano.

Cuando la tierra era un vasto y pestilente campo, la sombra descendió por completo y limpió su superficie con un violento soplo.

La empleada, después de pasar el plumero, se retiró a continuar con otras labores. Se sentía rebosante, pletórica de vida. Recién comenzaba la primavera…