Un día quise ser hada.
El amanecer parecía tener prisa. Cerré los ojos, contuve la respiración e intenté retener el olor de tu piel pero el tic tac del reloj me recordaba que quedaba poco tiempo en esa hermosa realidad. Me giré sobre un costado y te observé dormido. Tu cara estaba llena de dulzura, siempre con tu gesto sereno y feliz. Te besé las comisuras de los labios y, sin abrir los ojos, acercaste un poco más tu cara a la mía.
Los primeros rayos de sol difuminaban los tonos grisáceos que la noche dejaba a su paso, y se presagiaba un día bello, esplendoroso. Mire desde la ventana y mi mirada se centró en el espacio que dibujaban las casas antiguas que se precipitaban en un espacio que parecía no tener fin. En ese punto lejano, que ni siquiera mi mente llegaba alcanzar, mi nostalgia se detuvo. Por un instante desee ser un hada. Abrir mis alas, levantar poco a poco las plantas de mis pies del suelo, abrazarme al aire fresco de la mañana, llegar a ese punto imaginario que tantos buenos recuerdos me traería cuando recordara este amanecer, y luego volver al lugar donde ahora mismo me encuentro, para abrazarte de nuevo, para verte dormir y cobijarme en tus brazos.
Siento tus manos tibias acariciar mi espalda y desvío mi mirada para observar tu despertar.
- Buenos días, amor.
Respondes con una sonrisa que acentúa el hoyito de tu barbilla que tanto me gusta, te miro embobada y me siento incapaz de partir. Me abrazo a ti, y te repito miles de veces cuánto te amo, cuánto te adoro, cuánto te necesito…
Llega el momento de mi partida, sólo queda una cosa más que meter en mi maleta: este último recuerdo.
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