Eres el pez espinado de algún mar de náufragos. Simulas que todo ha sido mentira, que nunca las olas te golpearon tanto contra las piedras. Intentas arrimar tus huesos irregulares por debajo de tu piel sin escamas para sumergirte, como si nada hubiera pasado. Pero, cuando aún aquí, afuera, aquí, afuera, me presumes tus branquias despojadas de océano y estero. En un instante me parece verte quieto, resignado a tus redes de algas azulencas, con los ojos clavados en mis tobillos bronceados. Y yo me pongo a pensar en que aún no he pagado las cuentas del mes ni he leído por completo el plano de Lima para escoger las rutas más cortas hasta la playa y no perderme las puestas de sol ni los naufragios. Eres un pobre pez, pobre pez, pobre pez. Te digo sin contemplaciones. A quemarropa. Queriendo vengarme de algo que no entiendo. Y tú, pez espinado de algún mar de náufragos, aleteas para hacerme creer que no te has quedado dormido con los ojos abiertos. Domenica sí duerme, pero lejos. Y no sueña. Ya ni siquiera tiene pesadillas con mares que eructan anguilas con alas. Ahora ella me está diciendo que despierte, mientras me susurra: pobre pez.