Me miraba sin comprender, sentí el calor de sus ojos clavados en la nuca. Resistí el impulso de dar la vuelta y abrazarla, las ganas de tomarle las manos y decirle que todo iba a estar bien, seguí caminando, no podía mentirle porque ella iba a creer cada palabra. El deseo de tenerla cerca me lastimaba el alma, me desgarraba el cuerpo, seque mis lágrimas y me alejé, abandonándola para siempre. Seguí caminando…
Estaba intentando asimilar aunque sea una mínima parte de lo que el profesor pretendía explicar, realmente concentrado, espantando de mi cabeza aquello que me distraía, dedicando mi atención a sus palabras y a lo que garabateaba en el pizarrón con esa letra espantosa. Por un momento creí que lo lograba, pero ella atravesó la puerta y biología dejó de existir.
Era hermosa, tenía el pelo corto, de un rojo fuerte. Los ojos color miel, grandes e intensos y la piel tan blanca que parecía una muñeca. No creo pesara más de 45 kilos y era bastante más baja que yo. La seguía con la mirada de la forma más evidente, no podía evitarlo.
Mi corazón aceleraba su marcha a medida la veía acercarse, podía escucharlo, me latían los oídos y me transpiraban las manos. Caminaba directamente hacia mí. Cuando sentí que se me salía del pecho, ella me habló. Supongo que solo me pidió permiso para sentarse, no lo sé, no importaban las palabras, el sonido de su voz me envolvió por completo.
Clara, así se llamaba, y el nombre le quedaba maravilloso. Hablamos durante toda la clase, como si el petiso con sus bigotes y el resto de los estudiantes no existieran. Salimos en cuanto el aula quedó vacía, sin dejar de mirarnos, caminamos no sé cuanto tiempo y no sé cuanto tiempo hubiese seguido, supongo que toda la vida.
Las tardes y los paseos continuaron, me enamoré profundamente, la necesité cada día, cada segundo, ella me quiso también y juntos fuimos uno durante los siguientes 2 años.
El departamento que elegimos era chiquito pero hermoso, así lo veía ella, y entonces, así lo vi también. Cada uno estudiando lo suyo, trabajando, con poco tiempo para dedicarnos, disfrutábamos hasta el último minuto, exprimíamos el tiempo en caricias y besos. En noches desveladas y amaneceres apurados. Éramos felices.
Un día volví a casa como siempre. Todo estaba revuelto, la alfombra cubierta de papeles, ropa desparramada por todas partes, la busque en medio del caos, mis piernas temblaban, se enredaban con las cosas, tropecé antes de llegar a ella, estaba en el baño, tendida en el suelo, exhausta, descolocada, perdida, líneas negras le atravesaban la cara, marcando el recorrido de sus lágrimas.
La llamé, la llamé desesperadamente pero no respondía. Su cuerpo me pareció más liviano que nunca, me miro un momento mientras la cargaba, pateando obstáculos hasta llegar a la cama.
Caímos los dos y habló por fin. Me pidió que la abrazara fuerte, sentí como temblaba y en el abrazo se hicieron mudas todas las preguntas. Así nos quedamos mucho tiempo y como si mi ser le hubiera dado las fuerzas que necesitaba, de repente se apartó. Buscó frenéticamente ese papel.
Mis ojos avanzaban por las letras pero mi mente no comprendía las palabras, es imposible explicar el terror que sentí, miedo profundo que se alojó en mi ni bien abrí la puerta y ahora explotaba nublándome la vista, cortándome la respiración.
Me estoy muriendo, dijo con la voz entrecortada, y el mundo entero se desplomó ante nosotros. La vida se convirtió en pesadilla ese 20 de septiembre. Yo despierto ahora, un año más tarde. Ella, de alguna manera también.
Un tumor, asintomático hasta ese entonces, se alojaba en su encéfalo y era inoperable. Me contó la visita al médico por los dolores de cabeza, los estudios que siguieron, las segundas opiniones. Su miedo, su bronca, su resignación.
Ya en la clínica, nos tomamos de la mano, días y noches se sucedían afuera, pero nuestra habitación no tenía tiempo. Nuestras vidas se aferraban al contacto de los dedos. En ese momento comprendí que ella luchaba a su manera, solo que ya no le quedaban fuerzas.
Me sacaron de ahí desprendiéndome de ella, arrancándomela de los brazos. Volví a casa y me refugié en sus cosas, sus fotos, su perfume. Y ahí me quedé, recordando cada charla, cada beso. Imaginando los rostros de los hijos que no llegamos a tener, hijos ya bautizados desde hace tanto. Julieta y Nicolás. Por más que discutimos, nunca logré convencerla de que no era buena idea que llevara mi nombre.
Mis huesos, adaptados a la forma de la silla, no aceptaban la nueva posición y nuestra cama se volvió extraña, incomoda, ajena y fría pero el cansancio acumulado durante tantos días me venció por fin. Dormí y soñé. El dolor que sentía era tan grande que prefería dormir y las pastillas ayudaron.
Clara me miraba preocupada, hacia preguntas.
El miedo me impedía responderle, no quería perderla de nuevo. La abrazaba durante horas, apartándola de mi solo para verla a los ojos, para decirle te amo, para besarla de nuevo y volver a abrazarla.
Ellos se acomodaron en un rincón del cuarto, eran tres y discutían todo el tiempo, Clara no advertía su presencia y yo decidí dejar de verlos, ignorarlos, no pensar y ser feliz de nuevo.
La vida se nos regaló, dejé la muerte de lado y seguí como si jamás hubiera existido. Reímos juntos, hablamos noches enteras, nos amamos como estábamos acostumbrados. Me llené de ella, de su voz, su olor, sus palabras, sus besos.
Pero ellos nunca se fueron, meses más tarde, entendí por qué.
- Ya no aguanto mi amor, el dolor es insoportable.
El horror se apoderó de mi otra vez, cuando la vi llorar y agarrase la cabeza, igual que antes. Supliqué no me la quiten, pedí al cielo no se la llevé. Entonces ellos hablaron.
- Tu desesperación, su miedo y el profundo amor que sienten, la trajeron hasta acá, pero no puede quedarse. No sabe todavía, no entiende, los dolores son cada vez más fuertes y sufre, sufre mucho. Tenés que salir de esta casa, irte lejos. No puede vernos si te tiene cerca y ya no queda tiempo.
Ella sufre, no escuche nada más después de eso.
Tomé su cara entre mis manos. Un instante eterno para mirarla por última vez, le dije adiós y camine hacia la puerta. Sentí el calor de su mirada, seguí caminando…
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