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Tras la muerte en extrañas circunstancias del Conde de Saunier tomó posesión del título y del patrimonio que éste conllevaba su hijo Jean Pierre, un joven abúlico e indolente, más preocupado por fiestas y saraos o por la última moda que llegaba de Paris que por las responsabilidades que entrañaban los asuntos de un gran condado como el que acababa de recibir en herencia.

Arrastrado por su carácter, el nuevo Conde fue poco a poco delegando sus funciones entre los numerosos secretarios, edecanes y demás ayudantes de que disponía su hacienda y al cabo de unos años apenas si se limitaba a firmar algún que otro documento que le ponían por delante o a regañar al servicio por no haber colocado correctamente la vajilla sobre la mesa. De más sabía que se aprovechaban de la situación y que alguno de sus colaboradores comenzaba a atesorar una pequeña fortuna a su costa, pero Jean Pierre consideraba que le compensaban estas pequeñas mermas en su inmenso patrimonio a cambio de desentenderse de todo lo que significase trabajo y obligaciones.

Casi nunca veía a su madre, una vieja dama de naturaleza enfermiza que pasaba la mayor parte del año en la residencia que poseían en el campo y que, cuando estaba en casa, languidecía todo el tiempo en la cama, rodeada de ayas y asistentas, quejándose mucho de día y llorando con melancolía por las noches.

El joven Jean Pierre, por su parte, visitaba a menudo los barrios bajos y las casas de mala nota de su ciudad, donde se encontraba a gusto entre delincuentes y prostitutas, quienes le habían convertido casi en un héroe, pues derrochaba con liberalidad su fortuna invitando sin límite a unos y a otras. Allí conoció a Evangeline, una ramera de rasgos agitanados y curvas rotundas de la que se encaprichó perdidamente y a la que llevaba continuamente a casa, para asombro de sus asistentes y escándalo de la servidumbre.

Cierta calurosa mañana en la que ambos se hallaban todavía en la cama a pesar de estar más que avanzado el día, llamó a la puerta de la alcoba Gérard, uno de los sirvientes en quien depositaba más confianza, aunque de sobra conocía su evidente falta de honradez. Jean Pierre, demasiado adormilado para vestirse, le hizo pasar y no prestó atención al rostro inusualmente serio que el visitante portaba.

-Lamento la interrupción, señor –su voz sonaba afectada, con falsa pleitesía-, pero nos llegan noticias alarmantes de París. La revuelta que se temía ha estallado y están pasando a cuchillo a numerosos nobles de la capital.

Jean Pierre observaba las voluptuosas caderas de Evangeline que se adivinaban bajo las sábanas de seda y recordó con agrado cuánto placer le habían proporcionado aquella noche.

-Algunos hablan incluso –prosiguió Gérard- de que los rebeldes han tomado la Bastilla y que han asesinado al gobernador.

El joven Conde acariciaba por encima de las sábanas el cuerpo desnudo de Evangeline, advirtiendo una incipiente erección que le anunciaba un comienzo de jornada prometedor en cuanto despidiese a aquel agorero.

-También lamento comunicarle, señor Conde, que hemos tenido noticia de que su tía, la Baronesa de Périgueux, ha sido cobardemente pasada por la guillotina.

-Y bien –contestó aburrido Jean Pierre- ¿tendremos que ir al entierro? ¿Tengo ropa adecuada para la ocasión?

-Temo que esa será la menor de sus preocupaciones, señor. La revuelta se extiende por todas las ciudades y pronto llegarán hasta aquí.

-¡Pero qué estás diciendo, insensato! –estalló el Conde despertando a Evangeline- ¿Qué habremos de temer de un hatajo de palurdos con palos y azadones? ¿Acaso crees que esto durará más de dos o tres días? ¡Retírate, me has importunado! –y se volvió hacia su siempre sonriente y complaciente compañera.
* * * * *
De nada sirvieron súplicas ni ruegos. De nada sirvió que intercedieran por él algunos de sus antiguos compañeros de francachelas, que habían dejado de ser maleantes y vagabundos para convertirse ahora en Comisarios del Pueblo. La sentencia ya había sido dictada. Evangeline lo visitó una vez en la prisión pero no volvió nunca más, quizás por temor, quizás porque ya había encontrado un nuevo protector. El joven Jean Pierre se consumía de miedo y desesperanza en una sucia celda aguardando el día de su ejecución, apiñado junto a otros nobles que intentaban mantener cierta dignidad, a sabiendas de que era lo único que les quedaba. Se consideraba injustamente acusado y condenado, pues jamás había intervenido en asuntos de política, siempre se mostró generoso con los que le pedían caridad y, por lo poco que pudo descifrar en la farsa de juicio a que fue sometido, estaba convencido de que él no tenía culpa alguna en la crisis que asediaba a los campesinos, ni comprendía por qué había ahora que subvertir el orden establecido y trastocar el sistema de clases o de las instituciones que tan bien habían funcionado durante años y años. En la Francia que él conocía cada uno ocupaba el lugar que Dios le había asignado, sin confusiones ni desordenes, sin equivocaciones ni malentendidos. Cada cual en su sitio.

Algunas noches, sus carceleros, borrachos, distraían la guardia sacando de las celdas a los prisioneros, los desnudaban y los llevaban hasta un patio en el que los hacían correr, saltar e incluso bailar para satisfacer sus ansias de burla y escarnio. Invariablemente aquellas madrugadas terminaban con palizas bestiales que descubrían al amanecer un suelo salpicado de oscuras manchas de sangre. A Jean Pierre lo que más le afligía era que, entre los más agresivos y violentos, entre los que le golpeaban con más saña, siempre destacaba por su crueldad su antiguo criado Gérard.

La mañana en que lo llevaron a la plaza pública para su ejecución miró con asco el tazón de leche que le ofrecieron como desayuno. No había dormido en toda la noche y una molesta desazón en su estomago le hacía vomitar un líquido espeso y blanquecino a cada momento. Al subirlo al carromato que había de trasladarlo no pudo evitar defecarse y orinarse a la vista de todos, aumentando con ello las bromas y chanzas con las que era empujado y trasteado. El carro se completó con otros nobles estremecidos y comenzó su recorrido macabro por las calles de la ciudad, entre insultos, pedradas y garrotazos provenientes de una muchedumbre desarrapada y maloliente. Algunos, riéndose con las bocas abiertas y desdentadas, llevaban a sus niños en volandas para que pudieran contemplar sin dificultad el espectáculo.

Al llegar al patíbulo, Jean Pierre Calonne, Conde de Saunier, tuvo el privilegio de ser el primero en estrenar la guillotina de su ciudad.

Texto agregado el 23-09-2007, y leído por 69 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
02-10-2007 Muy bueno y bien escrito, y creo que profundizando más se podría muy bien escribir una novela. Me gustó. gamalielvega
 
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