Cuando era pequeña me explicaron que una línea no era una simple raya o trazo sino un conjunto, una familia, una cofradía de puntos en el espacio. Recuerdo que yo me quedé mordisqueando mi lápiz sin acabar de comprender del todo aquella explicación en apariencia tan simple y elemental. Pero es que yo nunca fui buena para las matemáticas, menos aún para la geometría aunque bien es cierto que tampoco les presté la atención necesaria pues, ya desde cría, mi cabeza andaba siempre en otra parte. Estaba, según decían, en la parra, en las nubes, o aún más lejos, allá en Babia. No lo niego.
Nunca más, desde que me deshice de mis odiosas matemáticas, y todo lo que eso conlleva: calculadora, compás, impaciencia, escuadra, cartabón, rencor, semicírculo graduado, dolor de cabeza y mal humor, pues cursé el bachillerato de Humanidades, volví a pensar en aquellas explicaciones geométricas tan absurdas, hasta el día que tú pensaste que era mejor para ti, no se por qué, convertirte en paralela e ir a tu aire, sin depender de esa línea que te quería excesivamente y con la que te cruzaste de manera perpendicular.
La misma tarde en que, tras atravesar ese entramado de calles de cuadrícula ortogonal, llegué a casa y vi en la puerta plateada de la nevera ese pedazo de papel de forma trapezoidal que arrancaste de cuajo y, por tanto, sin cuidado alguno del bloc de notas, me replanteé aquellas viejas enseñanzas escolares.
Y llegué a una conclusión descabellada, lo sé, pero para nuestro caso particular, o simplemente para el mío propio, muy certera.
La distancia más corta entre dos puntos es la línea recta, sin embargo, cuántas veces hemos traicionado y faltado a esa regla, a esa máxima incuestionable, mientras nos deteníamos en cada una de las esquinas de la casa para bebernos a morro o para registrar, en la intimidad de un rincón cualquiera, nuestros recovecos más recónditos. Y es que no nos corría prisa alguna por llevar nuestras pasiones a nuestro mullido abrevadero. Tampoco paseábamos casi nunca en línea recta, sino que nos distraíamos por las callejuelas estrechas del puerto y nos perdíamos entre el olor a fritura y el de salitre. Cuántas veces pasamos sin darnos cuenta dos veces por el mismo sitio. Ni siquiera cuando hacíamos algún trayecto en coche. No nos gustaban las autopistas, con sus carriles anchos por los que cabalgan sin compasión jinetes a lomos de mil quinientos o dos mil caballos rojos, negros, blancos, azules, plateados, y sus peajes cada pocos kilómetros. No. Nosotros preferíamos la tranquilidad y, en cierto modo, el misterio de las carreteras regionales porque no teníamos prisa y tampoco nos incomodaban en absoluto los atascos, pues sabíamos lo mucho que se puede disfrutar en las retenciones.
También dudo, ahora, tiempo atrás, después de meditarlo durante alguna que otra noche, de la utilidad y validez de las fórmulas para hallar el volumen de las cosas. Aunque como es cierto que el mundo entero se mide por el mismo patrón armamos algún que otro jaleo. Nos tomaban por locos, provocadores, analfabetos. ¿Y a nosotros qué? Siempre fuimos muy alternativos, tal vez demasiado.
Cuando fuimos a comprar un colchón de látex nuevo y quiso la dependienta que le diésemos las medidas exactas, en centímetros, sin siquiera mirarnos nos echamos los dos a reír como si aquella mujer con cara de resentida fuese una cómica de renombre. Nos insistió y tuvimos que aprovechar un momento en el que nos interrumpió una compañera suya para salir disimuladamente de aquella plantación de camas, sábanas colchas, almohadones, colchones y somieres y enfilar las escaleras mecánicas, aún riéndonos, como si hubiésemos comido setas alucinógenas o algún tipo de estupefaciente, y huir de aquel centro comercial. Y es que la superficie de nuestra cama no la sacamos multiplicando lado por lado. Calculamos el número de acrobacias distintas que podíamos hacer sobre ella; tú esparcías mi melena y tensabas mis rizos a modo de muelles y me hacías cambiar de posición para que mi pelo llegase hasta el borde de la funda del cojín; yo me colocaba sobre ti y rodábamos sobre ella como si fuésemos un rodillo sobre la masa de una tarta de queso para luego hacer recuento de las vueltas que habíamos dado, en total fueron cinco y media a lo largo y cinco a lo ancho; incluso la cubríamos con libros o discos que, al acabar de tomar las medidas, desordenábamos para ordenar de nuevo alfabéticamente. Visto ahora, está muy claro que perdíamos el tiempo, pero en aquellos tiempos estábamos convencidos de que lo que hacíamos era lógico y normal. No lo es, nunca lo fue, pero qué importa, al menos lo pasábamos bien.
En cambio ahora, ya no sé lo que es la diversión. Sólo sé que confundo las figuras cúbicas con las cilíndricas y más de una vez he querido encontrar las rebanadas de pan de molde en la botella de champú de olor a fresa. Las estrellas ya no tienen forma de triángulo, nunca la tuvieron pero yo cuando era pequeña las dibujaba así: un triángulo invertido sobre otro, lo que luego supe que se conocía como estrella de David, sino que son completamente amorfas, sólo manchas confusas de luz envueltas por petróleo. El perímetro de nuestra cama ya no es la suma de lo que miden los cuatro lados sino que es un alambrada decorada con espinos o lo que es peor, una valla con trozos rotos de vidrio. Y ya no tengo noción de lo que es una curva porque desde que no puedo acariciar por las mañanas tus pómulos aún sin afeitar, ni recorrer con los dedos el contorno de tus labios, ni enjabonar con mimo y en zigzag tu espalda morena, ni tenerte encima balanceándote arriba y abajo, de lado a lado, todas las líneas son escarpadas o rectas.
Así que desde que te fuiste, sin darme tiempo siquiera a reaccionar, bien o mal, con lloros o con violencia, con dignidad o indiferencia, con resignación o sorpresa; ando buscando el modo para llegar desde este lado de la cama a la derecha, desde este carril al tuyo sin tener en cuenta la señal que dice que está prohibido adelantar en este tramo, de subir por las escaleras, con los ojos vendados y en silla de ruedas, hasta el séptimo piso de cualquier edificio en el que te encuentras, de irrumpir en tu castillo tras vadear el río, desenredar los zarzales y pasar sobre el foso sin que me permitas cruzar por el puente levadizo, de saltar a tu casilla negra sin que el alfil ni el caballo ni la torre ni el peón me dicten sentencia, de encontrar la apotema que me conduzca al centro de tu circunferencia.
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