El día que me encontré contigo por primera vez en aquel coloquio literario, un veinticuatro de febrero, el invierno más frío, según decían con frecuencia en el telediario, de los últimos años se tornó primavera.
Por el simple hecho de verte, escrutarte, espiarte, memorizarte, en mi cabeza un coro de jilgueros, ruiseñores y canarios piaron sin descanso una balada romántica, incluso los grillos despertaron de su dulce letargo y se unieron al cántico con su voz íntima, y entre mis rizos florecieron margaritas, geranios y buganvillas. Y sí, sé que rozo la cursilería y que si casualmente llegasen a tus oídos estas palabras, casi seguro tergiversadas por las malas lenguas, sentirías vergüenza ajena, te sonrojarías en mi lugar. Pero me da igual; aquella tarde, que poco a poco se fue vistiendo de noche, algo nació dentro de mí y seguramente nunca jamás me suceda y con casi total seguridad tú nunca comprenderás a qué me refiero.
Fue una sensación de euforia, cómo decirlo, fue una explosión de color o de ruido o de luz o de pólvora o tal vez todo junto. ¿Un torbellino? Quizás. Todas las mariposas de todos los prados y campos de todo el mundo revolotearon en aquel instante en mi estómago en una danza salvaje y sólo faltó que mi piel erizada se cubriese de escamas de un verde dorado y que mi lengua se hubiera partido dos, lengua bífida, para ser totalmente un reptil, bien una lagartija, una serpiente, una iguana o incluso un caimán, da igual, pues mi sangre se encontraba próxima a su punto de ebullición. Y eso sólo por verte.
Por mi espalda corría, sin embargo, un sudor frío. Hasta entonces nunca había presenciado un deshielo, pero en ese momento toda la nieve que había en mí se derritió en un escalofrío, despacito, despacito, y sentí después de mucho tiempo que todos mis miembros se desperezaban, por fin desentumecidos, y a pesar de ser ya toda yo agua, no me costaba respirar. Y eso sólo por verte; yo que era un glaciar o un paisaje de la triste y fría estepa rusa miré al sol del mediodía, fijamente.
Así, en pleno diez de enero, cuando aún no hacía ni un mes que había estrenado el invierno y sacado de los armarios las cajas de plástico duro con olor a naftalina en las que guardo los suéteres de lana gorda, los guantes, ya sabes que mis manos son vulnerables al frío, las bufandas, los leotardos y las faldas de pana, de las que tengo que deshacerme pronto, junto con las fundas con las que protejo un par de abrigos, chaquetas, un anorak de esos que se supone que se gastan para ir a esquiar aunque yo reconozco que nunca he ido por eso de que no me atrae en absoluto la montaña, mis ponchos, algunos de compra y otros que pertenecieron a mi madre, qué gran suerte que las modas vuelvan y una gabardina, horrible, que no me pongo porque me hace sentir como la mujer del inspector Gadget o lo que es peor como una exhibicionista, además de haber desenterrado mis botas de caña alta y las de agua, ya comprobaste que a pesar de mi edad me encanta pisar, salpicar, saltar, y jugar en los charcos; entonces, justo entonces cuando todos los preparativos invernales estaban listos, y en casa de mis padres ya hacía un par de semanas que habíamos colocado las alfombras en todas las habitaciones menos en el baño y la cocina y la calefacción funcionaba a marchas forzadas, a todas horas, apareciste tú y toda yo pasó a ser un paraje de clima tropical.
Y ya no necesité llevar ropa de abrigo, ni cerrar la ventana de mi cuarto por las noches, ni comer la sopa muy caliente o la carne, humeante y tibia, recién salida del horno, ni siquiera me apetecía tomar chocolate caliente, espeso, muy espeso, los domingos por la tarde sentada en la mesa de la cocina junto a mis padres, aunque eso sí, una vez me atreví a quedarme a dormir en tu casa hasta que Dios dijera basta, lo tomábamos apretujados en el sofá de la sala de estar, tapadas las piernas con una manta de cuadros, sin otra preocupación que no derramarlo y seguir besándonos. Ya no soñaba con ver pintarrajearse al cielo, completamente despejado y de un azul frío como el del agua de una piscina después de mezclarse con la lluvia, de lunares o garbanzos o botones o monedas de nieve por primera vez en mi vida en la ciudad que me vio nacer, con una mezcla de curiosidad e indiferencia. Ni siquiera me paraba a mirar los termómetros que se alzan soberbios en algunas calles pues ya no me interesaba saber si rondábamos, milagrosamente, los cero grados.
De modo que ni me diste tiempo para despedirme de mi querido invierno, pero claro, ¿cómo saber que hasta el día en el que nos encontramos con las tazas en mano, en el bar de la universidad esa era mi estación del año favorita? No importa. Inmediatamente dejó de serlo, aunque no definitivamente, cuando descubrí los mil y un encantos de la primavera, de tu primavera, de nuestra primavera.
Pero nada es para siempre, todo es cíclico, todo cambia, todo se mueve y por supuesto también las estaciones, cómo no, pero yo fui idiota al creer que todo, nada, siempre, nunca, eterno, definitivo, son palabras que no mienten, que dicen la verdad. Y no es así. La primavera duró lo que suele durar, cuatro meses, y casualmente cuatro meses fue lo que resistió lo nuestro. Se adelantó, es cierto, pero no por eso iba a desterrar a sus fieles compañeros desde el inicio de los tiempos. ¿Qué fue del invierno, del verano, del otoño?
Cuando tú me robaste el mes de abril, llevándote los mejores días para los cristianos que son los de la resurrección y obligándome a peregrinar en un vía crucis que se alargó durante cuarenta días y cuarenta noches, lo remplazó con parsimonia agosto, durante los primeras semanas. Semanas en las que mi cabeza estaba tan confusa y tan tapizada de pensamientos e ideas que yo misma me agobiaba y me sentía como una de esas playas en las que la afluencia turística es tan masiva que dan ganas de escapar o cavar un túnel bajo la arena. Por eso me perdí en agosto, porque supuestamente es el tiempo del descanso y de la tranquilidad, y con frecuencia pasa a serlo de los agobios, atascos y saturaciones de todo tipo. Así estaba mi cabeza, como en agosto. Luego me secuestró diciembre, durante varios meses que se me hicieron tan largos como pudo serlo la era glacial, y volví a tiritar, sólo que con más ímpetu, y busqué calor con necesidad pero sin encontrarlo. Lo pasé mal. Fue duro vivir un diciembre sin día de mi cumpleaños, sin Navidad, y por tanto sin belén, árbol, familiares, villancicos, cava, polvorones, luces de colores, mazapán y regalos, y por supuesto sin noche de fin de año. Y por último, diciembre se rebobinó, dio marcha atrás, bajó su bandera, y me presentó a su antecesor, noviembre, donde me encuentro perdida desde entonces entre millones y millones de hojas, ocres, doradas, pardas, amarillas, anaranjadas, caobas, de árbol caídas que me invitan a que una y otra vez te escriba mensajes para luego lanzarlas al aire y dejar que lleguen al balcón en el quiera que te encuentres. Me he sumergido en un funeral en el que todo parece que se acaba, se acortan los días, envejecen las hojas, se adormece el sol y no calienta, se condensa el humo con la bruma de la madrugada y el vaho que emanan las gargantas de los niños y de sus madres y de los ancianos y de los perros, las calefacciones y las duchas, para no renacer jamás.
Y ahí estoy yo, ahogada en una depresión otoñal, escribiendo notas en las hojas de los chopos, moreras y castaños que encuentro en la tierra o sobre los bancos cuarteados, viejos y solitarios del parque por el que D’Artagnan nos sacaba de paseo. Notas que dejo caer al suelo, marcando un itinerario, una senda, una autovía, una carretera, un cortafuegos, un camino, o tal vez el atajo secreto, sólo para ti y para mí señalizado, que consiga que volvamos a tropezarnos.
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