Vengo durmiendo poco y soñando en demasía, tanto que ya confundo lo onírico con lo tangible y encuentro caminos otoñales cuando el verano derrama sus últimos rayos sobre las piernas mojadas a la mitad en agua salada. En mi camino encuentro perros que caminan de lado porque nunca les dejaron hacerlo rectos, amos sin correa ni perro, calzadas preparadas para bicicletas que huyen del sistema capitalista invirtiendo mucho en ello, veo una muñeca posada como por arte de magia en el pétreo muro exterior de una casona. ¿Conspiración masónica? ¿olvido de una pequeña? ¿hada plastificada a la espera de que la tome alguien a quien poder ayudar?... cientos son las incógnitas. Me llaman sin hablar y ahí está ella con su traje de estrellas blancas y su cara de silicona miniaturesca, parpadeo pero no desapareciendo con mi esfuerzo, decido fotografiarla para que no me tomen por loca, al menos, no más. Negando con la cabeza cruzo el paso de peatones que muchos vehículos se empeñan en borrar a base de acelerador y malos modos, me sumerjo en colores de metal que unos niños pintaron el mes de junio pasado para demostrar que la educación no sólo es en blanco y negro. Se me asemejan a los palotes que casi nunca comí por temor a las caries pero cuyo aroma me vuelve loca. Topo con el otoño en ocres, verdes, marrones y rojizos, hojas de árbol que parecen plástico de lo irrealmente bellas que resultan. Rememoro mentalmente el bosque donde tanto tiempo pasé aquellos meses en Alemania, hablando conmigo misma y sorprendiéndome ante el hallazgo de cosas como el árbol de la amistad o el monasterio medieval cercano. Sonrío porque el sol ilumina el camino pese al cambio de estación o la geografía y me extasío descubriendo que un improvisado Eduardo Manos Tijeras me observa desde la altura en su mínima expresión y con guantes de jardinería con labios curvados en una extremecedora sonrisa. Sigo convencida de que soñé pero no es más que el camino diario al trabajo. Una aventura con páginas por escribir, emoción y, como no, sorpresa.