La espera
La nieve cae como un manto de lluvia blanca. No se ve el horizonte, solo una deslucida línea entre gris y negra que se ilumina por las explosiones. Los soldados, bajo la sombra de los cascos blancos, fuman cigarrillos que confunden el estómago vacío. Se acurrucan contra los bordes de las trincheras. Entre cuerpos moribundos y malheridos. Han armado una muralla con los cadáveres. Es una empalizada no muy alta, larga y sinuosa. Se apostan los soldados contra los cuerpos fríos y combaten a pesar de que empiezan a escasear las balas y los fusiles. Los ojos escarchados, se miran unos a otros, interrogándose.
Las ventanas estan revestidas por una capa de escarcha. El humo de la boca del coronel no es el frío, es humo de cigarrillo; un cigarrillo largo y empastado; el mismo los arma. Se acerca a la ventana, con la mirada esparcida en lo lejano, observa las explosiones, oye el repiqueteo de las ametralladoras.
Tiene las comisuras de la boca secas y arrugadas, como las de los ojos; una barba desprolija y larga. El teléfono revienta en un timbrazo. Avanza con pasos lentos, arrastrando las botas, y levanta el tubo. Una voz habla; la voz habla y los ojos del coronel se inyectan con un líquido transparente, salado, como un sudor del corazón.
El viento golpea contra la puerta, presiona las ventanas; el viento hubiese arrastrado el escritorio, la lámpara, los mapas, los libros, también el sillón y el saco negro de gabardina, pero está más allá de las paredes de madera. El coronel está a salvo de la tempestad. Bajo el estruendo de la guerra se siente protegido; como si fuese un leño ardiendo en las brasas calientes de un hogar, a salvo del frío del mundo.
Los aviones llenan el cielo de sombras, como murciélagos, o palomas. Desparramados por el suelo, los soldados, se confunden con los cadáveres. Están igual de flacos y ojerosos. Sus estados mentales se debaten entre el sueño, el hambre y el desconsuelo. Son fantasmas sostenidos por el instinto de querer vivir. Los aviones sueltan dos, tres, cuatro, quince, veinte bombas que cavan profundos cráteres y los soldados se esconden, saltan, corren, se hacen bollos de carne en pánico en los huecos de las trincheras. El blanco de la nieve se suma al blanco del humo y aquello parece todo leche y cal.
El teléfono vuelve a sonar. La voz. El coronel da un golpe con el puño, sobre el escritorio, y unas biromes saltan al piso y unos papeles se arrugan. Apoya el tubo sobre el aparato negro y deja caer su mentón sobre el pecho y siente su propia barba escarbarle en el pecho. Dos lágrimas como chorros de cristal se desprenden de sus ojos y atraviesan sus pómulos; forjan atajos entre los pelos del bigote y la barba, saltan sobre el saco verde, lo atraviesan, también el cinto y la espesura del pantalón y las botas y se disuelven en el piso. Astillado piso de madera. Un brillo, como un huracán de luz, sacude las ventanas. A través de los ojos cerrados, el coronel, puede sentir el estampido de claridad, pero no abre los párpados. Permanece sentado, con el sombrero casi apoyado en su nariz, con el mentón apoyado en el pecho. Una rata aparece desde atrás de unos estantes, olfatea las patas del escritorio y se escabulle entre unos libros.
Uno de los soldados se asoma por sobre el borde de la trinchera. Dos ojos pálidos escudriñan los alrededores; los aviones se habían ido, hay algunas explosiones. El soldado vuelve a la trinchera, empuja algunos cuerpos, hurguetea en otros, con una navaja abre la tela que cubre una pierna; con la misma navaja arranca una lonja de carne, mastica. Otros soldados se acercan y arrancan otros trozos de carne. Es un sabor dulce. Una sensación plástica la de las fibras musculares entre los dientes. Desde hace un tiempo es normal verse flaco, amarillo y con ojeras negras. Escuchar el murmullo del estómago desesperado es normal, es normal el sabor de la carne en la boca, y comen hasta saciarse.
El hocico de la rata olfatea otra vez las patas del escritorio. El coronel abre los ojos. Un sarpullido de estruendos y luces llega a través de la ventana. Apoyándose sobre sus brazos, empujando desde sus pies fríos y callosos, el coronel se pone de pie. Le duele la cintura. Un poco encorvado por el dolor camina por la habitación. El teléfono vuelve a latir a los timbrazos. Con una mano se apoya en la pared, la cabeza le queda colgando como si quisiera ocultarla tras el brazo; cierra los ojos y espera a que el timbre cese. Unos aviones sacuden el cielo y el timbre al final muere. Otra vez el silencio salpicado por explosiones lejanas. El coronel levanta la mirada por sobre el borde del brazo, el teléfono está en calma. Aliviado se vuelve a incorporar y se acerca a uno de los cuadros de la pared. La rata cruza la habitación. Los reflejos de la luz de las estampidas sobre el cuadro lo desfiguran, parecen arañazos, o lagunas, o cometas fugaces; el coronel se queda mirando el cuadro, mirándolo a los ojos como si estuviese en esa misma habitación.
Vienen caminando sobre el borde de la tierra y el cielo. Eran cuatro sombras con las ropas hechas trizas. Las bombas florecen como rosas y tulipanes y salpicaban barro y esquirlas. Uno de los soldados trae el casco colgando desde la cintura. El casco salta mientras las piernas corren y se adentran en el campo, amplio, extenso, esquivando cráteres, matas, espinas. La noche ya es casi inmensa y ellos corren. Los alambres de púa, los postes de madera, las minas, los pantanos, los esteros, los pozos de las trincheras, van quedando atrás, y vuelven los recuerdos impregnados en la ropa como manchas, en la piel como cicatrices, en el alma como un ardor parecido a la sed. Uno de los soldados cae. La boca y los dientes contra el barro, siente el sabor áspero y seco. Los otros siguen corriendo, a unos cuantos metros se detienen. Son cuerpos oscuros sobre el borde de la tierra mirando hacia atrás, agitados, cansados; vuelven sobre sus pasos y lo levantan y siguen los cuatro corriendo. Un viento empieza a soplar, un viento fuerte como si fuese a arrancar la faz de la tierra.
El coronel mira el cuadro. Tiene la mirada calma, es una mirada íntima, cómplice. Pasa el dedo por sobre los relieves de pintura que han dejado las pinceladas. Por momentos siente mirarse en un espejo. Después recapacita y se da cuenta que no, que es un cuadro, un retrato de alguien que no es él. Acaricia los bordes del cuadro con cariño. Siente vergüenza. Mira el suelo. Después retrocede. Camina hacia la puerta.
La puerta está abierta. El coronel está apoyado en el marco. Con su mano y la solapa del saco se cubre el cuello. El viento sopla con bravura. Cuatro soldados avanzan sobre el terreno. La corriente de viento agita el pelo en la cabeza del coronel. Tiene los ojos entrecerrados por la tempestad que lo azota. Los soldados avanzan. El coronel puede verlos. Vienen sosteniéndose unos a otros, empujándose. El coronel entra al refugio. Deja la puerta abierta. Se sienta en su butaca, detrás del escritorio y enciende un cigarrillo. Fuma. La rata camina por el piso de madera, está inquieta. El coronel sabe que pronto los soldados atravesarán esa puerta.
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