Claveles.
Su casa está cerca del acantilado frente a la inmensidad del mar. Las vides la defienden del sol del medio día. Ella se sienta debajo del parronal con un mate en la mano. Las hojas que por primera vez cubrieron la desnudez de Eva le regalan la sombra necesaria para capear el sol de la tarde. Allí se acuna en su mecedora a no más de diez pasos de donde se baña la arena dorada. Desde ese punto, su atalaya, mira el mar por donde un día llegó el amor.
Hacia el otro lado del mar, la inacabable llanura. Mirando al oriente construyó su dormitorio de amplios ventanales, por entre los visillos entra la luz del sol cada amanecer y en las noches de luna llena, su brillo le besa los ojos antes de dormirse.
Cada mañana cuando los rayos del sol besan la playa, camina por entre los surcos en que crecen rectos los claveles, rosales y crisantemos, todos ellos encoliguados para que los altos tallos se afirmen sin caer al suelo. Es octubre y ya la primavera se muestra plena en cada planta, los ciruelos y damascos han perdido sus pétalos y verdes crecen sus frutos. Ella, con el afán de no olvidar a su lejana Andalucía, a su Jaén ancestral ha plantado dos olivos de retorcidos troncos.
Su rostro de gitana mira como cada una de las plantas lucen ostentosas flores.
Claveles que brillan con el sol del amanecer son sus preferidos de ellos siempre elige uno, a veces amarillos como sol poniente, otras, celestes como alba primaveral. Cuando la luna se ve a pesar de ser de día, elige uno blanco, tan albo como luna llena en el mes de junio, pero sus escogidos son los rojos por ser como la sangre, como el amor que guarda en el fondo del alma ya que quien trató de hurtarlo huyó sin saber nunca más de él.
Con infinita coquetería coloca el clavel en su oreja derecha. Eso alegra su rostro y logra que toda ella cambie.
Roberto era buzo mariscador, hombre que desde que ella había llegado al lugar se había sentido atraído por la belleza misteriosa de “la gitana española” –como le dicen los lugareños- con el paso de los meses se enamoró, pero como suele ocurrir en estos casos, ella no tenía ojos para el hombre de eterno bronceado y de alegre vivir. Sus ojos aceitunados estaban fijos en la figura del hombre al que ama, pero que nunca regresó.
A mí me causaba una gran impresión su belleza y su tristeza. Su dicha y alegría al tomar alguna flor en sus manos y oler su perfume me perturbaba, pero, más me llamaba la atención su cabello rizado, tan ensortijado que nunca logré saber como lograba peinarlo, al mirarla desde lejos, esa cabellera me parecía las ramas de un sauce llorón que besan de manera suave las aguas del estero tal como un beso dado en la yema de los dedos y lanzado al aire con un soplido de los labios.
Ella –nunca supe su nombre, ya que me tuve que ir del lugar- en las horas de pleamar, se paraba en la orilla del acantilado y se miraba en el espejo de agua de la superficie del mar. Me dicen que siempre había sentido el deseo de develar el misterio que guarda el otro lado de los espejos, lo mismo pienso era el espejo de agua. Sus ojos miraban impacientemente hacia abajo, era como si quisieran meterse muy abajo del espejo y desde esa perspectiva mirarse y la vez mirar el mundo exterior.
Roberto cada mañana o tarde ancla su bote a cien metros de la orilla, frente al farellón para luego de mirar a la mujer. Se sumerge en el océano para buscar el alimento diario, se hunde una y otra vez con un chope y un arpón en su mano, a los minutos emerge con su bolsa de malla llena de mariscos o peces que saca uno a uno.
Hay días en que realiza su trabajo rápidamente, luego se quita su traje de goma y se queda quieto en el asiento de su bongo, sus manos sujetan los remos y sus ojos se fijan en la playa, las pupilas escudriñan la orilla tratando de verla, su pecho da un brinco al verla o caminando entre sus plantas o sentada bajo el parronal, el brillo de los ojos del pescador es ostentoso en esos instantes. Se ha resignado a sólo mirarla desde la soledad del mar.
La tarde era dorada, Roberto miraba a la mujer desde el bote, la mar estaba picada, altas olas mecían la pequeña embarcación. Bote y pescador suben y bajan al arbitrio de las olas, el cigarrillo que muerde Roberto brilla como pequeña antorcha. En la costa se veía la gitana, el viento le mecía el cabello, ella se miraba en el espejo de agua que se formaba bajo sus pies, la cara del espejo de agua mostraba su figura inestable, se veía ella misma danzando un nervioso baile sobre las olas, pero, algo le llamaba desde el interior del espejo, era un grito desgarrador de alguien llamándola. El rugido de las olas le pareció la voz del amor que le llamaba y danzó, dio vueltas y vueltas y su vestido blanco volaba dejando al aire sus dorados muslos, y quiso ser gaviota y voló por los aires para caer en la cara del espejo que se abrió para dejarla entrar en esa luna, y con ello descubrir lo que había allí, en ese lado.
El buzo dio un salto en el bote al ver volar a su amada mujer, puso en funcionamiento el motor y se dirigió al lugar en donde ella había roto el espejo, al llegar se colocó la máscara y se sumergió, buscó en todo el sector, el fondo estaba oscuro, poco veía, pero conocía cada espacio de ese mar y su fondo, cada roca era su amiga ya que le proporcionaba alimento y vida. La encontró y tomándole de los brazos la alzó y sacó a la superficie, nadó con ella hasta el bote, la alzó con facilidad y la posó sobre la cubierta, luego la llevó a la orilla.
Subió por una vereda del acantilado con ella en sus brazos, se dirigió a la casa, la entró a su dormitorio, la desnudó, buscó ropa seca, la vistió y acostó en la cama, trajo de su bote un pescado y algunos mariscos y le preparó una sopa, salió al campo y cortó un clavel celeste y se lo prendió en la cabellera.
Cuando ella despertó, el pescador estaba sentado a su lado, él fue a la cocina y le sirvió un plato con sopa que sólo le entibió el cuerpo, ella dijo:
—No eras él.
—No, era yo –respondió Roberto-
Se bebió toda la sopa y se acostó.
Roberto comenzó a caminar hacia afuera y antes de salir le dijo.
En el mar era yo, no era él, pero, te amo.
Curiche
Sept 15, 2007
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