Tengo que reconocerlo: en ocasiones resultaba bastante silencioso…Dirigí la mirada hacia mi callado compañero y, una vez más, agradecí su discreta y constante compañía. Tras unos instantes, volví a centrar mi atención en aquellos viejos libros, cuyas páginas reclamaban mi atención absoluta en vísperas de los exámenes finales. Mucho más tarde de la hora fijada para retirarnos a descansar y disfrutar del placer de los sueños, mientras hipotéticamente los demás alumnos de la residencia dormían, y entre una oscuridad casi total, destellaba el humilde foco de luz que proyectaba mi apreciada lámpara de aceite, regalo de mis difuntos y estimados padres. Quizás, con otra compañía, ehm...digamos menos “cuidadosa” a la hora de adaptar sus actividades y hábitos a fin de no importunarme en mis estudios, hubiera tenido problemas a la hora de concentrarme durante las largas y calurosas noches de junio, pero no era el caso. Afortunadamente, él era el compañero indicado para mi actual situación académica. En un silencio sepulcral, me observaba atentamente desde el sillón con sus cuencas vacías fijas en todos mis movimientos. Nada comparado con mi antiguo compañero de habitación: cálido, abierto, distraído, despreocupado, inoportuno, desconsiderado, impertinente, pesado, entrometido y muy ruidoso, en definitiva, un borracho y desquiciante juerguista que no compartía para nada los exquisitos hábitos de conducta de mi taciturno amigo…Y sabe Dios que lo apreciaba. El imbécil se hacía de querer. Pero nuestra relación había sido desde un principio absolutamente insostenible… Tras sumergirme de nuevo en mis páginas, y al haber pasado ya las tres de la madrugada, pensé que ya iba siendo hora de cerrar los párpados y refugiarme en la comodidad de mi reconfortante colchón de plumas, antes de encaminarme nuevamente hacia la universidad para demostrar los elevados conocimientos que me habían otorgado horas y horas de dedicación y largas noches en vela, situándome entre los primeros de la clase…Me levanté del escritorio y sitúe en la estantería los pesados ejemplares de matemáticas del profesor Ernesto Jiménez, ordenados, cómo no, por temarios y alfabéticamente. Después, me desnudé, con la pesadez y la lentitud características de un anciano, me puse el pijama, y crucé la habitación sigilosamente para no perturbar la paz de mi fiel amigo…que seguía observándome atentamente desde el butacón. Con sus facciones serenas e inmóviles y su desagradable sonrisa, que antaño, despertaba en mí una extraña sensación de arrepentimiento y desasosiego…Aunque claro, eso era antes. En los tiempos en los que aún me reprochaba, silenciosamente, mi forma de actuar con el desgraciado e incorrecto Agustín. Pero, con el paso de los meses, había aprendido a valorar lo necesarias que eran para mí las virtudes de las que carecía, desgraciadamente, mi jovial amigo. Y lo necesario que fue también mi, por qué no decirlo, violento comportamiento a la hora de cortar por lo sano con nuestra relación.
En fin, era tarde, y aquel tema ya era asunto olvidado. Tapé el esqueleto con una de mis mantas más calurosas (era un friolero y un quejica por las noches) y me dirigí a mi habitación tan cautelosamente como me fue posible. Ya acostado en mi cama, y como era costumbre para los dos, exclamé con una voz cálida y no desprovista de dulzura:
-Buenas noches, Agustín….
Y él, desde su sillón, me respondió de esa forma tan delicada y silenciosa con la que lo hacía siempre…Y que, ¡Dios! ¡Cuánto me gustaba!
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