Miró la punta gastada de su zapato izquierdo cuando puso el pie sobre el escalón. Tenía que agarrarse con la misma mano que sujetaba el bastón y hacer un esfuerzo enorme para levantar todo el peso de su lado derecho. A medida que pasaba el tiempo cada primer peldaño estaba más lejos del suelo; la mano agarrotada y la pierna que arrastraba al caminar se negaban a colaborar en el ascenso; el pie derecho se le enganchó debajo del escalón, haciendo de las suyas, como siempre, insubordinándose para incomodarlo. En el forcejeo se le cayó el bastón y tuvo que agacharse a recogerlo, dependiendo, en una maniobra estratégica, arriesgada y un poco grotesca, de la habilidad de una sola pierna contra la fuerza de la gravedad de su problema físico. Emprendió de nuevo la subida, percibiendo que el chofer ya perdía la paciencia y hacía sonar el acelerador. Y después estaba el molinete, y la mitad de su cuerpo queriendo quedarse de un lado mientras la otra mitad trataba de empujar el maldito artefacto herrumbrado que se negaba a girar, sumándose al complot de los molinetes contra la humanidad. El ómnibus arrancó enseguida, cuando todavía no había llegado a sentarse, y le costó mantener el equilibrio mientras trataba de aferrarse de alguna parte con la mano que sostenía el bastón. Por fin llegó al asiento que, para su desgracia, era de plástico y no tardó en ensañarse con cada una de sus vértebras con el traqueteo del vehículo; eran una tortura para sus nalgas huesudas los saltos del coche latoso y sin amortiguadores sobre el empedrado que seguía la bien calculada distribución de piedras en forma totalmente irregular, para facilitar la formación de baches y sugerir la representación simbólica de la sociedad del amiquemeimportismo y el cadacualtiraparasulado.
Desde que Lucía se fue de la casa cada vez tenía menos ganas de cocinar y ya estaba cansado de comer “empanadas o fiambre con pancito”. No había mucho que elegir en las despensas del barrio, así que estaba adelgazando mucho. Además, tenía que arreglárselas con una sola mano, por eso era difícil cocinar y peor lavar la olla o la sartén. Antes Lucía venía a menudo a su casa, pero después alquiló un departamento más cercano al centro, más caro, motivo por el cual nunca tenía plata. Desde entonces, cada mañana se levantaba pensando en lo que iba a decidir ese día: mate o tereré, según hiciera frío o calor, y por supuesto casi siempre ganaba el tereré. Así se aferraba a esta ceremonia que le ayudaba a sorber las amarguras de su vida con las de la yerba y a pasar el tiempo. Rutina que sólo rompía una vez al mes, para ir a cobrar la jubilación.
“Alberto, te amo. Alicia”, estaba escrito en el respaldo del asiento frente al suyo con letras temblorosas y tinta indeleble. Algunos respondieron a este mensaje con groserías, otros advirtieron a Alicia que Alberto la engañaba, una se sumó a su amor por Alberto, otros agregaron adjetivos que ponían en duda la virilidad del sujeto, otros fueron indiferentes y simplemente pusieron “Dale Olimpia, Campeón”.
Un chico subió, dijo algo incomprensible y como recitado de memoria mostrando unos dientes podridos. Después se puso a cantar con voz chillona, con un ritmo extraño e irregular, algo que no podía llamarse melodía, que a veces dejaba reconocer alguna palabra, como “Jesús” o “Señor”. Al terminar pasó por cada asiento pidiendo plata.
Cuando era chiquita, Lucía cantaba todo el tiempo. Mientras canturreaba como si estuviera en trance, inventando letras incoherentes, jugaba con él como si fuera un juguete grandote. Practicaba peinados extraños con ruleros y gomitas, lo que le hacía dormitar cuando no le tironeaba de más el cabello en un arrebato de entusiasmo frenético. El viento caliente que entraba por la ventanilla le recordó su aliento agitado entre estrofas chifladas y ademanes de peluquera. No parecía la misma que ahora apenas venía a visitarlo, generalmente cuando necesitaba un “préstamo”. No era culpa de ella, estaba seguro. Desde que se casó con ese tipo se rompió la conexión que había entre ellos.
El ruido del acelerador y el coche detenido más tiempo de lo normal lo distrajeron de sus cavilaciones. Se soltó la conexión del nosequé, le pareció escuchar, por eso dejó de funcionar; hay que bajar y esperar, y esperar, y esperar el siguiente.
En realidad todo cambió desde el día en que se enfermó y su lado derecho dejó de funcionar; su mujer no aguantó y su matrimonio también dejó de funcionar. Entonces se quedó con Lucía; ella hizo lo que pudo para ayudarle en los momentos más difíciles, hasta que logró volver a caminar arrastrando la pierna derecha, pero después se casó y se fue, así que él se quedó con la fiel compañía del mate o el tereré, un perro flaco como él, el televisor y la radio.
La radio sonaba a todo volumen y la cachaca se confundía con el tronar de los vidrios flojos de las ventanillas. Luego de haber pasado dificultosamente por una nueva, ridícula y traumática experiencia de “descenso y ascenso al transporte público por persona discapacitada”, la gente que había visto subir una a una al otro vehículo, mostrando en sus fisonomías y en su ropa alguna evidencia de su historia, o algún motivo para inventarles una, al entrar al ómnibus, que ya estaba bastante lleno, se fundió en una masa compacta que sufría estoica y aglomeradamente la brusquedad de los arranques y frenadas. Cuando ya había respirado una buena dosis de vapor corporal se dio cuenta de que ya estaba llegando. Era difícil sostenerse y abrir un camino entre carteras, bolsos, mochilas, obesidades y además sortear alguna canasta llena de chipas en el piso. Pegó unos cuantos bastonazos sin querer a algunos pasajeros para poder estirar la cuerda que accionaba el timbre, se quedó trabado en el molinete trasero (¡para qué mierda ponen un molinete en la parte de atrás!), se le encajó el bastón entre los hierros y cuando ya casi estaba por bajar el colectivero arrancó, pero por suerte alguien tocó el timbre de nuevo, entonces el coche se detuvo y él logró descender, escurriéndose entre esa masa de cuerpos húmedos, siendo parido desde ese útero de chatarra para ser recibido por un sol abrasador.
Un rato más tarde, después de cobrar, estaba en la parada pensando: “hoy Lucía va a venir a casa”. Él le ayudaba a pagar el alquiler. El ómnibus tardaba muchísimo o el calor estiraba los minutos, pero al fin llegó; estaba muy cansado y presintió que esta vez no iba a poder levantar todo el peso de su lado derecho. Se quedó quieto un instante con el pie en el escalón, mirando la punta de su zapato, gastada y descuidada como él, sintiendo una pesada bolsa caliente en su espalda. Justo cuando su corazón dilatado empezaba a filtrársele por los poros alguien le ayudó a subir. El chofer le rechazó el dinero; “pasá nomás, abuelo”, le dijo. Por suerte este ómnibus no tenía molinete, además sus asientos eran acolchados y muy, pero muy blandos. Una brisa perfumada le secó el sudor de la camisa. “Parece que este viaje va a ser cómodo”, pensó, relajándose con la suave vibración del vehículo que se deslizaba sobre una ruta azul. Unos niños vestidos de blanco subieron a cantar, con voces afinadas y dulces, acompañados por la orquesta que se escuchaba en la radio, mientras leía en el respaldo del asiento de enfrente, con letras claras y tinta indeleble: “Papi, te amo. Lucía”.
Andrea Piccardo |