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Sin Historia

Los hermanos Carrera, chilenos de nacimiento, fueron, y son, personajes que despiertan grandes controversias entre los historiadores. Esto no es un gran merito considerando que algunos historiadores pueden castigarnos con infinidad de páginas discutiendo si a Belgrano le apasionaban o no los perros negros peludos. En este momento se me viene a la mente el debate, que llegó hasta la sátira humorística a través de Pinti, sobre la existencia de paraguas en el Cabildo del 25 de mayo de 1810.
El caso de los hermanos Carrera es mucho más delicado. El caso de los hermanos Carrera pone en juego la honorabilidad de nuestro Gran Capitán. De ninguna manera afecta a Daniel Pasarella sino a nuestro, cada vez más moreno, héroe de la independencia Gral. Don José de San Martín.
La cuestión es que los Carrera eran enemigos declarados de O´Higgins desde el comienzo de la revolución. Cuando los realistas recuperan Chile (Rancagua) los chilenos cruzan a Mendoza y se unen al Ejército de los Andes que estaba en formación. O´Higgins se somete al mando de San Martín como lugarteniente. José Miguel Carrera, el hermano mayor, trata de tomar el mando argumentando un supuesto título de “autoridad” chilena. Emulando al futuro Gran Capitán de la celeste y blanca, San Martín le pegó un shoot en el culo que lo hizo aterrizar en Montevideo y apoyó a O´Higgins como líder chileno.
Lo que al parecer es una cuestión de vanidad en realidad responde a razones económicas. San Martín comprendió, desde su retorno al Río de la Plata (9 de marzo de 1812) que las revoluciones se hacen con guita. A poco de llegar arregló su casorio con una niña de familia bien para vincularse a la clase acomodada y, en los tiempos del ejército de los Andes, tenía buenas relaciones con el director Pueyrredón, representante de la burguesía comercial porteña. O´Higgins era hijo de un ex virrey y uno de los principales miembros de la oligarquía chilena. Siendo O´Higgins y Carrera irreconciliables adversarios, San Martín tuvo que elegir entre la más linda con guita y la fea quilombera.
El resto de la historia es conocida. San Martín gana en Chacabuco y O´Higgins es Director Supremo. Los Carrera quedan afuera.
Hace poco tuve la oportunidad de visitar la ciudad de Mendoza. Invitado por una mendocina, los fines de semana se poblaron de amor y buen vino. Pero los días hábiles ella trabajaba así es que, encontrándome más solo que Menem en segunda vuelta, me dedique a recorrer la ciudad. En una casilla de turismo me dieron un mapa que señalaba lugares para visitar. Mendoza estaba llena de turistas, era feriado en Chile y las calles se abarrotaban de señoras con grandes bolsas, comprando lo que sea, aprovechando la diferencia entre el dinero chileno y el argentino. También había una notable cantidad de señores amantes del deporte pero que lamentablemente estaban lesionados; en cada esquina se encontraban por lo menos tres de estos señores diciendo “cambio, cambio, cambio”, pero yo no tenía ganas de entrar en el juego. Mapa en mano, me alejé de la zona comercial y me dirigí al área fundacional.
En 1864, un terremoto había arrasado Mendoza. El folleto turístico me prometía la felicidad mostrándome el sufrimiento de aquella época. Al llegar a la esquina de Alberdi e Ituzaingo grande fue mi sorpresa al leer un cartel de la municipalidad que me avisaba, en español y en ingles, que en ese lugar estuvo situada no sé que dependencia gubernamental del tiempo de la colonia, al levantar la vista vi una fea escuela primaria. Prometiéndome el sufrimiento del pasado me mostraban el del presente. Desilusionado recorrí con la mirada los alrededores en busca de ruinas. Solo vi unos escombros en la puerta de una pizzería, que seguramente remodelaban bajo la esperanza de que esa cuadrada escuela primaria atrajera al turismo internacional.
Las promesas del mapa continuaban pero el tesoro no aparecía. En frente de la escuela había una plaza. En ella tenía que estar ubicado un pozo de agua donde los antiguos pobladores llenaban sus cántaros. En su lugar había una fuente enorme de gris cemento con caños que tiraban agua inútilmente hacia el aire como mostrándonos la abundancia de la modernidad. Luego me enteraría que el viejo pozo estaba en una cámara subterránea, techado para preservarlo del cruel clima mendocino y custodiado por un portón con dos grandes candados para resguardarlo de las miradas de los turistas.
Desde el centro de la plaza pude, finalmente, ver las únicas ruinas que se conservan de aquel entonces. Las ruinas de San francisco. No me detendré en esta visita porque no hace a la cuestión de este relato. Solo diré que la visita estuvo buena y que, según un guía, no se necesitaba ser un agudo observador de la realidad para darse cuenta que si no aparece el presupuesto para conservarlas, poco tiempo le queda a nuestra memoria. Fue este muchacho el que me indicó que cruzando la plaza estaba el museo del área fundacional. En el mapa también lo decía pero...
Tengo una nueva definición para la palabra “museo”. Museo: Lugar para coleccionar objetos notables que pertenecen a las ciencias y artes y que siempre está cerrado cuando lo quiero visitar. Era lunes. Los lunes está cerrado me dijo un empleado de limpieza. Los logros sindicales deben ser respetados a rajatabla. De lo contrario no pasarían muchos años para volver a los tiempos de la esclavitud. Pero la flexibilidad laboral debería responder a los intereses del estado y no a los de los particulares. En otras palabras, podrían haber abierto el lunes, que estaba lleno de turistas chilenos, y cerrar el martes cuyos únicos habitantes de la plaza son los estudiantes primarios que poco interés tienen por los museos.
Lamentando mi suerte me puse a caminar recorriendo las paredes del museo para ver si del lado de afuera tenían algo interesante. Esta incomprensible búsqueda dio su sorprendente fruto. En una de las esquinas (Videla Castillo y Beltrán) una pared en ruinas cubierta por una enredadera tenía un cartel que anunciaba: Aquí fueron fusilados los hermanos Juan José y Luis Carrera el 8 de abril de 1818.
En abril de 1817, José Miguel había llegado a Buenos Aires proveniente de Estados Unidos. Pueyrredón lo metió preso. En agosto los otros dos hermanos, que ya andaban conspirando, son atrapados, uno en Mendoza y otro en San Luis.
El 20 de marzo de 1818, los realistas sorprenden al ejército unido en Cancha Rayada. La derrota, al parecer, es total. A Mendoza llega la noticia de la inminente restauración realista. Temiendo una reacción de los carreristas el gobernador de Mendoza, Luzuriaga, apura el juicio por alta traición y fusila a los Carrera. Algunos historiadores dicen que esto no es cierto ya que el 5 de abril, San Martín había triunfado en Maipú y había asegurado Chile y la noticia ya había llegado. De tal manera el temor a los carreristas era infundado. Otros, hilando más finito, dicen que la noticia de la victoria de Maipú llega a Mendoza el 9.
Me quedé largo rato mirando el viejo paredón de fusilamiento. Estaba abstraído, como buscando agujeros de balas o manchas de sangre. Como si el fusilamiento hubiera sido el día anterior. En eso escucho, a mi espalda, un grupo de personas que venían hablando, seguramente, de el inoportuno cierre del museo y de la delgada línea que separa la flexibilidad laboral de la esclavitud. Una mujer, chilena por el acento, me preguntó que miraba. Le mostré la placa. –Ah Carrera, el del lago– dijo como haciéndonos reflexionar sobre la utilidad de poner nombre de próceres a calles, lagos y parques. Casi me pongo a explicarle que ahí habían sido fusilados Juan José y Luis y que el del lago era José Miguel pero por suerte me callé. Si hago una encuesta a los argentinos preguntándoles dónde muere el general Las Heras la mayoría me responderá en Plaza Italia. Otro señor corrigió –No señora, son los hermanos que hizo matar San Martín–
Me alejé callado del área fundacional caminando hacía el departamento que alquilaba en el centro. Las señoras seguían comprando de manera desesperada, ¿estaba por ocurrir un bombardeo del que no me había enterado? Esas señoras ¿estaban comprando provisiones para los refugios antiaéreos? Seguí caminando eludiendo a la muchedumbre en piloto automático. Mi cabeza estaba en el señor que acusaba a San Martín. Yo había leído esa versión, está en un libro que se llama “La dictadura de O´Higgins” de Vicuña Mackena. En el resto de los lugares que había leído sobre este caso absolvían a San Martín. Aunque todos coinciden (Mitre, Rojas, Galasso, Pasquali, García Hamilton, etc.) en que Monteagudo, mano derecha de San Martín y O´Higgins, fue enviado desde Santiago de Chile a apurar el fusilamiento pero no se sabe quién lo envió. Hasta leí una versión (O´Donnell) que decía que Monteagudo “luego del desastre de Cancha Rayado (...) se dirigió sin permiso de sus superiores a toda prisa a Mendoza”.
Al llegar al departamento encontré a mi chica lista como nunca para no escuchar nada sobre San Martín, Carrera, Napoleón o Don Chicho. Decidí dejarlos afuera corriendo el riesgo de que alguna señora los creyera en oferta y se los llevara. Pero luego me despreocupé, quién quiere pagar centavos por un San Martín si todas las noches tienen gratis un Tinelli. La velada transcurrió como tiene que transcurrir y sentía que el único prócer en esa habitación era yo. Antes de dormirme le comenté a mi chica que al otro día volvería al museo y me dormí. Este comentario fue como darles la llave de mis sueños a los finados que me habían acompañado durante todo el día.
Soñé. El sueño era como un sueño. Vi a Saavedra con ropas de emperador durmiendo la mona, vi a un aindiado soldado Cabral con un criquet levantando a un caballo, vi al Graf Spee bombardeando el Callao. En una de las escenas vi a la señora chilena del comentario del lago Carrera vestida de dama antigua. A su lado un alto, elegante y moreno Monteagudo la tenía del brazo. Delante de ellos un pelotón de fusilamiento. El despertador sonó, mi chica se tenía que ir a trabajar. Yo me había despertado un segundo antes. Me habían sobresaltado los gritos de la señora: Fuego, fuego.
Me levanté. Era muy temprano para ir al museo. Lo que el día anterior había comenzado como una distracción se había transformado en una obsesión. No pensaba en otra cosa. Había leído en varios libros sobre el fusilamiento de los Carrera pero nunca como tema principal sino como parte de la biografía de distintos personajes involucrados en ese asunto. Así es que, si bien recordaba el hecho, se me confundían los nombres y las fechas. Como dije era temprano para ir al museo. Salí del departamento y me metí en Internet en un café de la esquina.
Era difícil encontrar datos porque la mayoría de las páginas hablaba del fusilamiento de José Miguel, el hermano mayor que sería fusilado tres años después. Finalmente empezaron a aparecer algunas informaciones. Una de estas informaciones decía que el 8 de abril de 1818, en los festejos por la victoria de Maipú, la esposa de Juan José se le acercó al general San Martín y pidió clemencia para su esposo. El 11, San Martín le escribe a O´Higgins intercediendo por los hermanos. O´Higgins le responde el mismo día: Excmo. Seños: La respetable mediación de V. E. aplicada a favor de los Carrera, no puede dejar de producir en toda su extensión los efectos que V. E. se propone... Analizando la compleja prosa de la época descubrí que eso quiere decir: sí. Pero ya era tarde. Los Carrera estaban en mejor mundo hacía tres días.
En otro lugar leí que la Logia Lautaro había decidido la muerte de los hermanos. Cave recordar que la logia parecía estar formada por todos los habitantes de América del Sur y, aun, muchos de Europa exceptuando, lógicamente, a los carrera.
Si la logia lo había decidido, es lógico entender que enviaron a Monteagudo como brazo ejecutor. Trabajo que, por sus antecedentes, no le sería para nada desagradable. Ahora bien, si la logia (O´Higgins, Pueyrredón, Monteagudo, etc.) había tomado una decisión, ¿es comprensible suponer que San Martín no sabía nada?
Se había hecho la hora. El museo estaba abierto a todas mis preguntas. Si en la pared de afuera había datos sobre el fusilamiento ¿qué no habría adentro? Me esperaban cientos de cartas, documentos, tal vez alguna memoria escrita por el gobernador Luzuriaga y donada por alguna dama de la alta sociedad mendocina, bisnieta del prócer, interesada en mantener viva la historia de nuestra amada patria.
Me dirigí hacia el museo. El camino, que el día anterior abundaba en barricadas humanas, estaba despejado. Solo me crucé dos albañiles que estaban comprando el asado para el mediodía. ¿Acaso el bombardeo había sucedido y nosotros éramos los únicos sobrevivientes? Crucé la plaza desierta. Entré empujando una puerta de vidrio polarizado. Era un galpón de unos 70 metros por 40. Estaba tan desierto como la plaza. Habrán transcurrido un par de silenciosos minutos cuando apareció el señor de la limpieza, que me había atendido el día anterior, y me dijo –ya vienen–
El museo es mío, me dije mientras se acercaban tres señoritas hablando a los gritos. Me acerqué a ellas. No tenían uniforme pero se distinguían como guías por unos cartelitos que llevaban prendidos en sus remeras y porque no me imaginé que a nadie más que a mi se le ocurriría ir a un museo un martes a las diez de la mañana. Me acerque a ellas con una montaña de preguntas. Viendo que iba hacia ellas una de las señoritas me paró en seco y me dijo que esperara a que se junte un grupo y comenzaba la recorrida. ¿Un grupo? ¿De dónde iba a aparecer un grupo? ¿Cuántos personas eran un grupo para esta piba? ¿tres? ¿diez? ¿cincuenta? ¿y si no se juntaba nunca un grupo? ¿me dejarían ahí plantado? ¿tendrían piedad de mi? A los treinta segundos ya estaba desesperado. Pensé en irrumpir la charla que tenían entre ellas y cebarles unos mates (estaban tomando mate). De esa manera charlaríamos sobre los boliches de moda, dónde ir a cenar, qué películas estaban dando en el cine y, como quien no quiere la cosa haría un comentario como –¿Y? Por acá anduvo Monteagudo ¿no? ¡Que chabón bravo!– e inmediatamente las pibas me mostrarían el arsenal de archivos.
El milagro se produjo. Un grupo de turistas, llevados bajo no sé que promesa por el guía de su hotel, entró en el museo. Al entrar todos bajaron el volumen de sus conversaciones. Tendrían miedo de despertar a la historia. Una de las guías se acercó y comenzó la recorrida. –En este mismo lugar estaba el Cabildo de Mendoza hasta el terremoto... Esta excavación muestra, en una de sus capas, como era el piso del Cabildo, más arriba está el piso de un matadero que funcionó aquí hasta el año... Aquí pueden ver restos de vajilla de la época colonial; ese pedacito de porcelana es de un plato traído de Francia...–
Y seguía, y seguía... Mis ilusiones de encontrar una habitación colmada de documentos del tiempo de la revolución se esfumaron definitivamente cuando el recorrido se detuvo en una vitrina que guardaba celosamente dos botellas, una de agua mineral Villa Vicencio y otra de cerveza Quilmes del año 1950. Al pasar delante de unos instrumentos de labranza del año 1930 me vi con una hoz en una mano y la cabeza de la guía en la otra; pero esta visión solo duró un segundo.
De los Carrera nada. Ni una mención. Ni un comentario al pasar. No había ni una mosca descendiente de las moscas que revolotearon los cadáveres de los hermanos.
Me estaba ahogando en el medio del Océano pero seguía braceando. Mantenía la esperanza de que, detrás de cada ola, apareciera, aunque sea, una pequeña isla con una sola palmera con un solo coco con unas miserables gotas de agua.
Al terminar el recorrido me acerqué a la guía para ver si ella sabía algo del tema. Tenía que hacer mis preguntas con sumo cuidado porque, con solo verla sabía que me enfrentaba a dos problemas. El primero era que estaba más fuerte que el sol de Mendoza. Cualquier pregunta que le hiciera tenía que ser lo suficientemente inteligente como para demostrar mi verdadero interés en su respuesta y no en sus pechos. El segundo problema era que, con cada paso de su andar, con cada movimiento de su pelo, con cada mirada, ella demostraba saber que estaba bárbara y estaría harta de preguntas con doble intención acerca del año de fundación de la cervecería Quilmes.
–Disculpá, en la esquina hay un cartel que indica que ahí fueron fusilados los hermanos Carrera. ¿Hay alguna otra información?–
Me miró, no sé si analizando la pregunta o evaluándome como hombre. –No– Dijo como respuesta a cualquiera de las cosas que estaba pensando y se fue.
En eso entró otro grupo de victimas de la desinformación listos para dar su ohhh de asombro cuando les mostraran un relicario roto del año 1912. Yo, que no estaba dispuesto a seguir nadando contra la corriente aguantando otra recorrida, encaré a la nueva guía. Sus gestos serios y su postura firme denotaban un carácter más seco que el árido suelo de Mendoza. Decidí hablarle de usted. –Disculpe– dije y fui interrumpido por un –por favor únase al grupo que ya empezamos–
Nada. Nada de nada. Nadar y nadar para nada. Encaré para la puerta dispuesto a irme cuando detrás del mostrador de informaciones se aparece ella. Mezcla rara de guía de museo y persona amable. Me acerqué y ella se preparó como para recibirme.
–Hola, estoy buscando algo de información sobre Monteagudo y los Carrera en la época de la gobernación de Luzuriaga– le escupí en la cara sin tomar ninguna prevención ya que su predisposición no me la pedía.
–Ah, Monteagudo– dijo –al que mataron en la calle Belén en enero de 1825 cuando iba a visitar a su amante–
TIERRA, grité sin abrir la boca. Cuando mis brazos no daban más, cuando mis piernas estaban acalambradas, remontando la última ola que resistían mis fuerzas ya diezmadas, aparece una playa en la que adivino un mundo de posibilidades para la supervivencia. Mis ojos se empañaron, me sonrojé como sintiendo que la vida me volvía al cuerpo. Quién sabe cuantos otros señales de alegría expresé con la cara; lo cierto es que la chica agachó la cabeza levemente y cuando la levantó me lanzó una mirada seductora y se mordió sugestivamente el labio inferior. Me quería morir. Era un espejismo. No, era un pedazo de madera a la que me aferré en el medio del Océano pero que no aguantaba mi peso. O, peor aún, estaba muerto y mientras mi cuerpo descendía a las profundidades del mar mi alma avistaba el Edén.
La piba estaba más caliente que el viento Zonda de Mendoza. Si le hubiera preguntado como es posible que le hallan contabilizado mil goles a Pelé me hubiera respondido –Ahh, Edson Arantes Do Nacimento, Secretario de deportes de Brasil–
Desilusionado, en mi resignación, no pude aguantar brindarle una mirada de ternura como la que se le da a un perro moribundo que se lo atropella en la ruta. Esa mirada fue la estocada final, para mi búsqueda y para el ego de la piba.
Salí del museo decidido a olvidarme del asunto. Después de todo solo eran dos muertos en medio de una revolución. Si algo nos a enseñado Hoollywood, y nos a enseñado mucho, es que las únicas revoluciones con fusilados fueron la rusa y la cubana. Ah, y la bastilla (con razón los franceses los odian tanto). Pero cave suponer que por única vez Hoollywood se pudo haber equivocado. Cave suponer que una revolución es un cambio de orden social y político en donde dos o más partes quieren ser los dueños de la torta. Cave suponer que a lo largo de los siglos los revolucionarios de todas las latitudes han fusilado, ahorcado, decapitado y empalado. ¿Es concebible suponer que San Martín convenciera a todo el mundo con ideales patriotas y que todos respondiera favorablemente para contribuir a que su futuro bronce no se manche de sangre? ¿O habrá metido bala por todos lados, desde la simple indisciplina de los soldados hasta los cargos de alta traición?
Cuando Castelli, en la primera campaña al alto Perú, dejó un reguero de fusilados a su paso (desde Liniers hasta Nieto) sus enemigos políticos no pararon de acusarlo de sanguinario. Algunos años después, un anciano Nicolás Rodríguez Peña decía que ellos hicieron las cosas de la única manera que creyeron conveniente para lograr la independencia: “Nosotros la vimos así y no de otra manera. Ahí tienen ustedes los resultados, gócenlos y déjennos los cargos”
En fin, en los lugares donde se había forjado la historia no conseguí ningún dato pero, al menos, me había ayudado a pensar. Esa noche, mientras cocinábamos, mi chica me pregunto como me había ido en la visita al museo. A esas preguntas que se hacen evidentemente por amabilidad, sin interés por escuchar largos relatos, es necesario corresponderles con una respuesta igualmente amable. –Todo bien, sin historia–.
Negrol

Texto agregado el 20-09-2007, y leído por 416 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
22-04-2008 negrol, soy un apasionado de la historia, la independencia de México mi país, está también llena de situaciones y anécdotas como las que tu refieres en tu relato, la independencia de los países sudamericanos se dio en el mismo año de 1810 , es natural que los hechos históricos sean símiles, te soy franco conozco de manera incompleta la historia de independencia de casi todos los países de América del Sur, sin embargo, eso no significa que no me interese, estuve leyendo hace poco una carta escrita por Don Simón Bolívar a Fray Servando Teresa de Mier uno de los héroes de la independencia de México y se observa en ella que Bolívar tenía un conocimiento muy profundo de nuestra historia prehispánica. El habernos liberado del colonialismo español después de trescientos años es algo que le debemos a nuestros próceres y hay que reconocerlos. Quiero expresar a diferencia de otros comentarios que leí de tu relato, que la historia no es repetitiva son eventos sucedidos en el pasado y que deben ser bien documentados. Literariamente me pareció tu trabajo claramente descrito y de una lectura muy fluida. Me congratulo haberte leído y conocer más sobre la historia de nuestros países. Te saluda tu amigo Servando Santos Elizondo servusdei
23-11-2007 Para no tener historia, es una historia repetida a lo largo de ella...asi se hace la historia, con bases de vidas y no olvidemos que la historia es de los vencedores +++++saludos antoniana
26-09-2007 La misma repetida histoira. Me gustó la composición. sereira
 
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