sé que es simple, demasiado simple, lo malo es que la recámara es demasiado pequeña. Claro que sigo intentando pero el temblor en las manos es inevitable.
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Este cuarto fue el primer lugar elegido por el destino para que su cuerpo fuera un violin que mis dedos tocarían gustosos. En ese rincón, junto a la foto de las vacaciones en Tulcán, tenía un tren que dibujamos una tarde de lluvia en diciembre. Cada vagón escondía uno desus miedos y sólo podía decirlo el día que los fuera superando. Así, ella me contó en este mismo cuarto que ya no le temía a las arañas, y su risa invadió el ambiente mientras destapaba un tatuaje en forma de araña detrás de su oreja izquierda. Esas locuras me conmovían y ella lo notaba. También sacó de la lista de sus temores a la altura, lo hizo justo cuando sacó la cabeza por la ventana, de este mismo cuarto, para gritarme que volviera pronto y que el sexo había estado delicioso. La señora del frente quedó con la boca abierta y su cigarrillo cayó encima de su gato; el tipo con el letrero de “ciego de nacimiento” la mira desde abajo por encima de los lentes; yo me detengo de espaldas a ella y no soy capaz de dar el sigiente paso. Ella dejó caer una carcajada que invadió el callejón y cuando cerró la ventana yo seguí mi rumbo; el ciego siguió ‘viendo’ qué hacer y la señora se fue por su asustado felino. El tercer vagón que desocupó contenía un miedo tan nuevo como nuestra relación. Era el miedo al engaño. Fue el vagón más feo de todo el tren. Lo pintó sin ganas y el color era horrible, por eso luego lo tapamos con un revistero.
Claro que traté de explicarle, no era lo que ella pensaba y se lo dije. Todo era un malentendido. Es decir, sí había salido con otra, sí, había aceptado los tragos y el taxi y el apartamento. Sí, ayudé a encender la chimenea. Sí, la contemplé mientras se quitaba la ropa con la inapagable voz de gardel de fondo. Sí, dejé mi cuerpo a mecerd del deseo. Por supuesto que así fue, al principio, pero ella no me dejó terminar la historia. Contarle cómo todo me quedó tan repentinamente claro y me levanté y dije no más y me voy y esto no está bien... estaba a punto de irme cuando ella abrió la puerta, la de este mismo cuarto en el que cabe todo, o cabía, porque ahora sólo tiene una mesa de roble que hicimos juntos (en realidad ella sólo me tenías las puntillas), el tren con sus nueve vagones, y la vieja máquina contestadora. Claro que traté de explicarle pero ella salió corriendo y llorando de este pequeño cuarto hace ya seis años. Claro que la he buscado, guardé los recortes y las recompensas y la libreta con los teléfonos y las facturas del detective. Claro que lo intenté, pero nunca llegó.
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Lo logré. Sé que es sencillo. Lo malo era que la recámara era muy pequeña, pero ya acomodé el proyectil y cargué el revólver. Pienso en ella, en dios, miro la pared y me despido...
(sólo por si las dudas, cabe aclarar que luego de que el cuerpo ya sin alma reposara junto a la mesa de roble, luego del tan neceitado disparo, se disparó también la contestadora con la voz de ella: “–Amor, ya lo pensé mejor, tenías razón, te necesito y te creo, estoy regresando, espérame con una gran sorpresa”) |