Hechos y suposiciones de una anécdota de bar
Pudo haber pasado en cualquier lugar de la ciudad de Buenos Aires. Comienzo con esta aseveración por creer que los porteños y sus bares son todos iguales, hasta en la creencia de ser diferentes y para relativisar mi ausencia de memoria geográfica. Sí recuerdo una esquina, unas calles empedradas, el puente Alsina de fondo.
Viernes de Marzo del ochentinueve, ocho de la noche, sentado en la mesa de un bar pido mi segunda ginebra sin hielo. Había salido del trabajo a las cinco y media. El ochenticinco me llevó de avenida La Plata al trescientos hasta Pompeya donde a las seis y media concretaría una cita con una compañera de trabajo. Era bajita, de busto apreciable, no muy rápida para los números, mi gran pasión, pero tenía una charla fluida en otros temas. Me gustaba bastante. Que no es decir un poco.
Seis y cuarto pedía un jugo de naranja. Seis y media comenzaría a comprobar mi ineficaz poder de seducción con una ausente señorita. Siete menos cuarto me enojaría por su falta de puntualidad. Siete menos diez me resignaría a una vida de celibato. Siete menos cinco pedía mi primera ginebra sin hielo. El boliche era viejo pero las medidas modernas. Trago largo, ningún chupín. A las siete recobré las esperanzas, seguramente un accidente en Amancio Alcorta detenía el tránsito y ella, desesperada, se encontraba prisionera en un colectivo con olor a fin de tarea fabril. En un televisor comenzaba el noticiero que seguramente daría la noticia del accidente. Luchaba por escuchar pero la charla acalorada de un grupo a mi espalda no me dejaba. Me concentraba en la boca del periodista a la espera que la articulación de tres A bien abiertas y moduladas dieran pie a mi indudable vaticinio: “Accidente en Amancio Alcorta”. Fracasé. Mi desesperación se tomó un descanso cuando la convencí de que tal catástrofe tendría imágenes en vivo, pero solo pasaban trivialidades, gente que salía de un supermercado bastante descuidado en Rosario parecía ser el centro del informativo.
Las mímicas noticiosas se estaban acabando pero me alegró pensar que, de la hora y media que llevaba plantado, una hora la ocupé en descifrar imágenes.
Al verme en riesgo de quedar abatido por un desengaño amoroso me apresuré a concretar lo que hacía largo rato venía postergando: otra ginebra sin hielo, el antídoto arrabalero contra el macho herido.
Recién en ese momento presté atención al grupo de vociferantes que me había ayudado a entretener durante una hora. Los temas eran variados y sin mucha profundidad. Saltaban de la “alarmante realidad social” como la definió un evidente militante político, al seguro campeonato mundial que la selección obtendría en Italia el año próximo.
Enumero los personajes en cuestión y su ubicación. Un canillita, en la barra; un hombre de mameluco grasiento, probablemente mecánico, en la barra; un puntero político de horizontes cercanos y méritos inmediatos, en la barra; dos tacheros, en la barra; dos mozos del establecimiento, a dos pasos de la barra; el dueño, detrás de la barra; yo, en una mesa cercana a la barra. Tomando en cuenta las dimensiones del boliche, doble frente sobre una calle y simple sobre la otra, da una cuenta de catorce metros por siete igual a noventiocho metros cuadrados. Setenticinco estaban vacíos. Nueve personas se hacinaban en el resto.
Por las conversaciones que escuché se puede suponer que estas personas no era la primera vez que se daban cita. La familiaridad entre ellos estaba comprobada por la soltura con que se hacían bromas de pésimo gusto y escasa gracia (cachadas). El canillita era tildado de cornudo. Uno de los taxistas de extranjero muerto de hambre.
Las ginebras surtían su efecto y ante la mirada participativa de alguno de los oradores sentí la tentación de meterme en la charla. Muchos errores he cometido en mi vida pero hasta ahora me mantengo virgen de meterme en discusiones de café. Ante un guiño cómplice una veloz gambeta llevaba mi mirada al vaso. Mis pensamientos iban y venían. De un lado la barra del café, del otro la perra que traicioneramente me había clavado. Me dirá alguno que la opción más acertada era pagar y levantar vuelo. Entonces le diré a ese alguno que no sabe nada de la vida. Sufrir un buen desengaño es como gozar de un gran levante. Hay que recorrerlo instante por instante. Creerse cosas que no son. Exagerar los detalles más pequeños. Como les reconocemos el buen gusto y la atinada elección a nuestras adorables amantes hay que apiadarse de las petisas, gordas y brutas que no tuvieron la suerte ni la intuición de reconocer nuestro incalculable valor. ¿Masoquismo? ¡Por favor! Curtirse mi´jito, curtirse.
Volví mi atención a la barra. Un nuevo personaje se había sumado mientras yo estaba dentro del vaso. Era un gordo de sonrisa alegre con razones para tenerla. Esa tarde salió el cuarentiséis y lo agarró con diez mil australes. Tímidamente se acercó al dueño, un turco que manejaba los números de aquel capitalista siempre anónimo y dijo:
–Salió el cuarentiséis ¿no?—
El patrón asintió con la cabeza sin sacar los ojos de la cafetera.
–Entonces lo agarré– dijo el gordo.
–Que vas a agarrar vos gordo– dijo uno de los tacheros y el resto se prendió a la joda.
–Las bolas contra la puerta te agarraste vo– dijo el otro taxista indudablemente oriental.
Otro, de mameluco grasiento, lo alejaba del grupo y le decía algo al oído señalando al grupo con animosidad perversa. El dueño quedó en silencio como ausente mientras el gordo pálido se iba poniendo rojo. Las bromas continuaban hasta que el turco puso fin a este tormento para dar comienzo a uno nuevo.
–Bueno, bueno vasta de joda. Gordo ¿cuándo jugaste al cuarentiséis? Habrá sido ayer porque hoy no te vi en todo el día—
El gordo rojo mutó a morado. Yo ya no sabía como ponerme para ver mejor las caras. Pensé en acercarme a pedir otra ginebra pero no podía terminar el medio vaso que me quedaba de un trago. El gordo ensayó una respuesta que no lo convencía ni a él. En esos lugares donde se cita siempre la misma gente, todos los días son iguales y el gordo dudó de su historia.
–Hoy al mediodía, preguntale a él— Señaló a un mozo que no creo que haya escuchado entre el griterío de las cargadas. El gordo morado ya estaba violeta pero no sé si de bronca por sentirse estafado o de vergüenza por las bromas.
–Dejate de romper las pelotas, gordo. Estarías anotado y acá no tengo nada— Pasaba las hojas de su libreta de punta a punta como si los números del día los anotara al azar en cualquier parte sin solución de continuidad. Desde el comienzo de los tiempos los números fueron ordenados de la misma forma. De derecha a izquierda, de izquierda a derecha, de arriba hacia abajo pero desconozco una cultura capaz de poner el tres entre el cuatro y el cinco. Dentro de millones de años una excavación arqueológica dará con Buenos Aires, con este barrio, con este bar, con esa libreta y seres de un intelecto indudablemente superior interpretarán que en el siglo XX no sabíamos contar. Y todo por culpa de este personaje rústico irrespetuoso de los números. Irrespetuoso de las leyes más elementales del universo. Pido disculpas al lector ilustrado que sepa de alguna excavación en Babilonia o en algún otro lugar donde se halla encontrado signos de una numeración atormentadora. Pero, así mismo, quiero alertarlo de la posibilidad que un antecesor caldeo de este turco llevara los apuntes cuneiformes de la timba a orillas del Éufrates.
–Mañana me fijo en la otra libreta pero dudo que esté ahí—
Yo no notaba el menor indicio de que el turco estuviera bromeando, todo lo contrario, se veía ofendido. Pero no soy un gran fisonomista. Mi mujer, ella sí te saca la foto. Que linda estaba el día del casamiento. Había adelgazado bastante pero, rara cosa en una mujer, mantenía su busto con la misma tara. El día del plantón le había agarrado un ataque de alta presión al padre por una indigestión. “Todos al hospital” me confesó a la mañana siguiente con ojeras de llanto copioso.
Ocho y cuarto todo terminó. No se habló más del tema. El gordo en una punta de la barra, vuelta la vista hacia la televisión simulaba interés por una publicidad de cigarrillos. El turco me daba el vuelto. Los tacheros de vuelta al laburo, los mozos a dar vuelta las sillas y yo, ya dado vuelta, a pegar la vuelta para mi casa.
Muchas veces recorrí los sucesos de esa tarde noche, y me imaginé un siniestro plan en el que el gordo nunca agarraría la quiniela. El silencio del turco que interpreté como ausente hoy lo sospecho espectante. La manera de poner punto final a las jodas una sobre actuación. El mozo sordo, un cómplice voluntario de un complot practicado indudablemente en otras ocasiones. El desorden de la libreta un sin sentido para un tipo que lleva adelante un negocio. Y, por último, su gesto adusto de hombre íntegro afectado en su moral me suena, por lo menos, un poco pasado de moda.
El turco, como yo lo imagino, era el capitalista anónimo que se escudaba en esta pantalla para retrasar o disminuir el pago a los ganadores. Cuando notó que el gordo dudaba no desaprovechó la oportunidad y pegó el zarpazo. Si en unos días el gordo seguía reclamando era fácil, le pedía disculpas le prometía el dinero para el día siguiente y el turco tardaba en cambiar los dólares varias horas más, lo que, en época de hiper-inflación era un montón de guita.
La memoria trae recuerdos. El olvido no los disminuye, los altera. Si mi mujer hubiera estado ahí podríamos recorrer los detalles sin ese agregado pero tuvo que atender al borracho del viejo que se tomó todo menos la presión, que es lo único que se tendría que haber tomado. Además que se va a acordar la vaca enana esa, si siempre deja las bombachas colgadas de la canilla de la ducha y nunca las encuentra.
NEGROL
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