Una suave brisa, cargada de humedad, agita los olivares y, por breves segundos, doblega al sofocante calor del estío. Guarecidos en la tienda, los mejores arquitectos de Atenas. Uno, silencioso, sumido en cavilaciones que van dejando rastros de angustia en su rostro. El otro, excitado e inquieto, no deja de hablar sobre algún detalle que mejore aún más, si esto es posible, la magnífica construcción de la colina.
—Lo que hemos hecho no está bien… —reflexiona súbitamente Ictinus, saliendo de su mutismo y buscando alguna respuesta de su acompañante.
—¿Y qué es lo que hemos hecho y no está bien? —pregunta distraído Calícrates, sin abandonar sus pensamientos.
—Pues el templo…y todo lo demás. He sentido rumores, me han contado que las riquezas que todas las ciudades nos entregan para defenderlas de los bárbaros, se están usado para reconstruir la Acrópolis…
—Mira Ictinus, ¿qué importa si se construye con algo de aquí o de allá? Todo es para la gloria de Atenea Párthenos. Además, mi querido amigo, Fidias está enterado de lo que tú dices y no dudo que Pericles, por supuesto, es el que ha concebido absolutamente todo.
—Pero nuestros padres habían decidido dejar sólo las ruinas, los restos que nos recordaran para siempre la invasión.
—¿Ruinas? —interrumpe Calícrates a los gritos—. Estamos obligados a dejar mucho más que ruinas. La belleza, la armonía, eso es lo que quedará para siempre.
—Jamás debimos levantar una piedra. La ira de los dioses se abatirá sobre nuestras cabezas.
Fastidiado por estas últimas palabras y sin ganas de seguir la discusión, Calícrates se aleja en dirección a la colina. Al llegar al templo, comienza a recorrerlo, eludiendo a decenas de artesanos que quitan con milimétrica exactitud todo lo que le sobra al mármol. Observar, una vez más, esos pequeños detalles que han ideado para crear la ilusión de las divinas proporciones y la geometría perfecta. Se deleita con las esculturas de metopas y tímpanos y, por supuesto, con la estatua de la diosa. Y, por fin, en un último gesto de reconocimiento, se acerca a una columna y desliza morbosamente la yema de sus dedos por las estrías.
Ya no duda. Regresa corriendo a la tienda, toma del brazo a su asombrado compañero y le susurra al oído lo que siempre supo pero jamás se atrevió a decir.
—Los dioses, Ictinus, los dioses…somos nosotros.
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