Veía a sus amigos molestar a las niñas, hacerles bromas pesadas, quitarles sus cosas, incluso a veces pegarles, y no le gustaba. Pero por algún motivo se sentía muy cercano a todos ellos, sentía que eran sus amigos, los quería a cada uno de ellos y simplemente no podía guardarles rencor; aún así nunca se les unió en sus travesuras contra las niñas, y eso a veces lo hacía sentir miedo de perder a los únicos amigos que tenía; en realidad, no es un misterio para nadie como aprecian los infantes a los amigos. Por eso simplemente no hacía nada, y sin embargo no podía evitar sentir que debía hacer algo, cuando veía el sufrimiento de esas niñas, y sabiendo lo injusto que era; sentía que él tenía que defenderlas, pero nunca supo que hacer.
El penúltimo día, después de otro ataque irracional de sus amigos a sus compañeras de kinder, y entre su crisis emocional de sentirse mal por no hacer nada y a la vez por querer hacer algo, vio la mirada rencorosa, llena de odio y sed de venganza; sintió que jamás perdonaría a aquel que la acosaba sin motivo, y sintió miedo. Luego de eso no volvió a abrir la boca en todo el día; jamás olvidaría esos ojos penetrantes.
Al día siguiente el miedo todavía no se había ido, estaba nervioso, quería que no llegara jamás el momento en que volvieran a atacar a las niñas, en especial a aquella que lo tenía en ese estado, y a la vez quería que pasara de una vez, rápido, y nada más. Como todos los días, el llegó y dos de sus amigos ya habían llegado. Los saludo y justo en ese momento llegaba el último de los cuatro. En ese momento pensó que podría ser que ese día no ocurriera lo que siempre ocurría, pero todos sus amigos ya habían llegado, sólo quedaba que las niñas no llegaran ese día, pero por lo menos una de ellas debería llegar; sería mucha coincidencia que faltaran las tres, y la verdad sería peor que llegara sólo una. Pocos minutos después llegaron dos de ellas juntas, ambas muy serias. Estaban en un pequeño patio cerrado por grandes muros, y entonces uno de sus amigos le preguntó por qué no les acompañaba: -vamos- le decía –será divertido- él jamás supo como responder, no quería contarle todos sus secretos. Pero aquel que lo invitó no esperó su respuesta y se puso a caminar en dirección a las niñas, mientras que los otros dos lo siguieron. En ese momento entró la profesora con una señora que todos reconocieron como la madre de una de las niñas, y al percatase uno de los niños volteó únicamente para mostrarle esa cara repentina de arrepentimiento mezclado con susto súbito. Entonces una gran bola de fuego calló del cielo y lo aplastó; su cuerpo sencillamente desapareció. En ese momento la niña que había llegado con su mamá, que era la misma que había mirado al mismo niño que acababa de desaparecer con odio, corrió llorando hacia la bola de fuego, con la intención de intentar salvar al niño, pero sufrió graves quemaduras en sus brazos, y vio sus ojos llenos de lágrimas, las que habían salido antes de quemarse, y sabía que no eran de dolor sino de pena, como si la niña alguna vez hubiera querido al niño que siempre la atormentaba, y después de todo estuviera dispuesta a perdonarlo. Luego de quemarse corrió hacia su madre gritando, y antes de llegar a abrazarla, una bola de fuego, esta vez más grande calló sobre ella, y su envergadura alcanzó para aplastar además a la madre y la profesora que estaba detrás de ésta última paralizada; los tres desaparecieron al instante. Luego se cruzó con la mirada de uno de sus amigos, y ésta vez más que nunca sintió que debía hacer algo, y no pudo hacer nada; sólo miró el cielo para intentar saber que pasaba. En el lapso de las dos bolas que cayeron en el pequeño patio, habían caído miles más en todas partes, y el cielo estaba totalmente rojo y oscuro. Todo al alrededor de la escuela ardía, y también se dio cuenta que estaba temblando. Las bolas de fuego no paraban de caer, iban una tras de otra, y hacia distintos lugares. Volvió a mirar a sus amigos, y el que lo había mirado todavía lo hacía, cuando el piso se abrió, y los separó a los tres en distintos lugares, dejándolos muy lejos a cada uno del otro. Uno de ellos le gritó implorando y llorando que no lo dejara. En medio de las cenizas en el aire, de pronto apareció un ángel, al lado de aquel pequeño que nunca pudo hacer nada y que por ello vivió arrepentido, y lo tomó de la mano. Empezó a mover sus alas para llevárselo, cuando decidió que haría algo, por primera vez sin pensar en lo que pasaría. Abrió la boca –espera, no me quiero ir, me quiero quedar con mis amigos-. El ángel que puso atención, lo miró directo a los ojos con una mirada de profundo orgullo –tú eres el único que vale la pena- lo besó en la frente, acarició su mejilla y emprendió el vuelo con el niño de la mano. Antes de perderlos de vista el chico volteó para ver por última vez a sus amigos; uno de ellos ya había muerto, estaba muy cerca de la bola de fuego. El otro aún lo miraba. Sintió pena, pero no lloró.
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