“Hasta que la muerte los separe para siempre (II)”

Durante el velorio de Manuel, entre coloridos cuadros de santas vírgenes gloriosas y tristes ángeles fríos, su hermana menor me comentó, con lágrimas en los ojos y sin dejar de mirarlo; como si hablara con él y no conmigo.
-¡Pobre Manuel! Era tan bueno y sufrió tanto por Ercilla.
-Si –le contesté sin necesidad de mentir para consolarla-, si cometió algún pecado fue el de dejar que los demás se abusaran de su bondad.
-Se equivoca Padre. Desde la muerte de Ercilla, Manuel no fue él mismo. Comía como un loco, se acostaba con prostitutas y travestis todas las noches, insultaba a nuestro padre a los gritos, cometía pequeños hurtos en los kioscos y a usted le mentía en cada confesión para que al recibir la Eucaristía su alma estuviera lo más sucia posible.
-¿Y vos cómo sabés todo eso? –Le pregunté aunque intuía la respuesta.
-Me lo confesó una hora antes de arrojarse por la ventana. Nunca lo vi tan abatido ni llorar con tanto dolor. Pensé (y Dios perdone mi error) que me lo decía porque se había arrepentido y no iba a hacerlo nunca más. Ahora, supongo que con el suicidio quiso coronar su camino hacia la perdición y el Infierno donde lo aguarda Ercilla.
-¡Pobre Manuel!
-Si, condenarse por una mujer que nunca lo quiso.
-No –le aclaré con total seguridad-. Al contártelo, confesó sus pecados y al llorar mostró su arrepentimiento. Hizo todo eso por amor (y no hay mayor prueba de amor que dar la vida por el otro, el fue más lejos aún y dio su alma). No lo dudes; Dios lo perdonará, el Infierno no será su lugar de reposo y no volverá a ver a Ercilla por toda la eternidad.
-Es increíble pero tenía razón –susurró con resignación- cuando me dijo que ni muerta Ercilla sería suya.