Sus dedos la tocaron con suavidad, le recorrió el rostro, el cuello y el pecho. Le apartó con mucha delicadeza los cabellos y le estampó un dulce beso en la mejilla. Estaba deslumbrado por la belleza de su desnudez. Se sacó la ropa y se acostó al lado de ella, la abrazó fuertemente y la olió aspirando hondo y pausado, era como si quisiera retener ese aroma de manzanilla y jabón para siempre en la memoria. Apagó la luz y se echó encima, le abrió las piernas y la penetró, sus movimientos eran delicados, constantes y rítmicos, una y otra vez, hasta acabar en una explosión delirante.
Se vistió con mucha paciencia, la luz tenue y amarillenta que entraba por la ventana le daba un aspecto de ensueño a la habitación. Se acercó a la puerta, volteó y la observó dando un suspiro prolongado, antes de salir de la habitación.
Despertó con un gran dolor de cabeza, su ropa estaba tirada en el suelo, se paró de la cama y se dirigió al baño con paso atolondrado, de pronto un horrible retortijón en el estómago la obligó a vomitar. Se quedó sentada apoyada en el escusado unos cuantos minutos pensado en lo ocurrido, los recuerdos le venían de a pocos, eran imágenes borrosas, siluetas deformadas y sonidos estridentes. No quiero cerveza. Bueno un vasito de gaseosa estará bien. ¡Huy! Disculpa, tengo que sentarme me siento un poco mareada. El agua te hará bien, ya se te va pasar, toma. Y después se sintió llevada, jalada, sin oponer la menor resistencia y luego la inconciencia total. No lograba recordar nada más, todo aquello era un gran agujero en su memoria.
El dolor ardiente de su entrepierna y ese líquido blanquecino que le resbalaba por el muslo, era la única verdad importante para ella en ese momento. Algo que nace de las entrañas como un espasmo, de donde brota un calorcito que recorre el cuerpo, una segunda sangre, más roja, más viva, la inundó y le inyectó odio a sus ojos.
Lo esperó oculta, agazapada en la oscuridad, observando la puerta con ansiedad. El 321 del “Edificio Esmeralda”. A las ocho de la noche llega del trabajo, es su rutina. Escuchó unos pasos, tal vez, vendría por las escaleras y no por el ascensor como lo había pensado; pero no importaba igual entraría a su habitación. Lo vio acercarse a la puerta, sacar las llaves, era el momento, justo antes que entrara, antes que cerrara la puerta. Corrió, todo debía ser rápido y silencioso, alzó el cuchillo y se lo clavó en la espalda con fuerza y furia. Tal como lo tenía planeado la herida en el pulmón evitó que gritara, lo empujó dentro de la habitación y cerró la puerta, él cayó de bruces en el piso. Luego como una fiera empapada de instintos, se lanzó sobre él y le clavó una y otra puñalada, hasta quedar completamente agotada y saciada. Se sacó los guantes y los metió a una bolsa, se lavó la cara y las manos salpicadas de sangre en el baño. Camino hacia la puerta, calmada, serena, volteó y observó, por un instante, el escenario de su crimen, el cadáver se encontraba abatido, en plena penumbra no se podía observar ningún detalle de sus facciones, quiso ir a verificar su identidad; pero no lo hizo, salió tratando de hacer el menor ruido posible y antes de cerrar la puerta dio un prolongado suspiro.
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