La primera vez que me cloné fue, hace ya muchos años, durante el juicio brutal en el que mis padres peleaban por mi custodia. El psicólogo dijo que eso podía ser un efecto de una crisis de indecisión aguda. Lo cierto es que mis padres quedaron conformes llevándose un hijo idéntico cada uno y yo me salve de la sangrienta mitosis salomónica.
Pasaron varios años hasta mi segunda clonación. En este caso las responsables de mi nuevo desdoble fueron mis hormonas, Natalia y la amiga de Natalia. La elección volvía a ser muy dura: las pecas de Natalia o el hoyuelo en la barbilla de su amiga. Mi organismo en lugar de ponerse a sudar como un idiota decidió volverse a desdoblar.
A partir de ahí las clonaciones empezaron a sucederse cada vez más a menudo y por motivos cada vez más insignificantes.
Aun así, puedo presumir de haber estudiado todas las carreras posibles y de haber besado a infinitas mujeres. Hoy vivo en todos los países del mundo donde ejerzo innumerables profesiones.
Ahora en los restaurantes me desdoblo lo necesario hasta poder probar todos los platos, en las bibliotecas leo todos los libros y siempre que nado dejo un doble guardando de la ropa.
Mi vida es como un río. Un río que fluye hacia arriba y se desdobla en dos grandes afluentes que a su vez se dividen en pequeños ríos. Estos más arriba se bifurcan en arroyos los cuáles se separan en miles de regatos que se forman con hilitos de lluvia.
De lluvia. De millones y millones de gotas de lluvia.