Sueños de una tuerca
Sebastián era un cañonero de infantería. En el momento indicado, el encargado de las municiones cogía un proyectil y lo metía en el cañón que Sebastián cargaba en su espalda. Pero ahora los restos del encargado de las municiones yacían regados sobre la arena. "Me quedé sin proyectiles", pensó Sebastián y echó a caminar en dirección a un montículo de arena igual a los mil montículos de arena que habían en esa parte del desierto.
En realidad, todavía le quedaban un par de proyectiles de emergencia, en un compartimiento de su chaqueta parda. Sin embargo, sólo podía usarlos ante la orden del oficial en jefe, el que había comandado su unidad. Desafortunadamente, Jorge había desaparecido una semana antes y, como el de municiones acababa de explotar sin ningún motivo aparente, Sebastián se hallaba solo.
"El individuo", había señalado el profesor de ciencias sociales cuando él todavía era un adolescente, "está subordinado al grupo. Sólo entonces existe y puede marcar la diferencia, como la suma de granos que convergen en un cerro, la suma de rocas que hacen una montaña, o la aglomeración de moléculas de agua que forman océanos". Aquella máxima había predominado a lo largo de su vida, y condicionado la vida de otros tantos. Desde el color de la ropa, hasta le esencia de las ideas que regían los pensamientos de la gente, todo era controlado y evaluado por un grupo de científicos sociales a la cabeza del gobierno totalitario. La máquina social estaba lubricada por el autoritarismo, accionada por las masas, y dirigida por una élite. Sebastián nunca habría de pertenecer a aquella élite, y sería reclutado como muchos jóvenes al iniciarse la Tercera Guerra Mundial. Pero, a pesar de su desgracia momentánea, abandonado a una soledad con la que nunca le habían enseñado a lidiar, Sebastián estaba próximo a un cambio maravilloso.
Toda su vida había recibido órdenes, y siempre había sabido qué hacer. La última semana, sin embargo, había tenido que sobrevivir al lado de un igual, el encargado de municiones. Ambos tenían el mismo rango de autoridad, y ninguno sabía qué hacer. Pero por lo menos había estado acompañado y había podido discutir y lamentarse sobre su miseria. Ahora, sobre aquel montículo de arena en medio del desierto, estaba perdido. Tenía comida y agua para varios meses, tenía incluso un mapa tridimensional de la zona metido en su casco, pero no tenía a nadie que le dijera a dónde ir: habían demasiados destinos y no sabía tomar decisiones. En realidad, había olvidado cómo tomarlas. Hubo un tiempo siendo joven, cuando la llama de la individualidad no se había extinguido aún en él, en que cierta rebeldía afloró de su condicionamiento y le llevó a dilucidar esferas insospechadas de la realización humana.
Camila estaba seria en la penumbra de una habitación de colores opacos. Sus ojos estaban clavados en el suelo, y sobre su cara caía la luz de los faroles de la calle que atravesaban unas cortinas blancas. Él quería abrazarla y congelar la sensación de sentirla para siempre, pero eso no estaba permitido porque ella no le estaba destinada. Esa mañana le habían asignado a Desiré, una chica muy bonita y alta. Pero él sentía que en el fondo prefería estar con Camila. Serían sólo tres meses de procreación con Desiré y luego, en su relación par, tendría derecho a decidir con quién pasar el período. No obstante, ese era el límite: tres meses, y no se podía repetir la pareja nunca. El gobierno decidiría sus relaciones impares, él las pares, y así hasta el fin de su existencia fértil.
¿Recuerdas esa frase, la del libro viejo...?
La pregunta de Camila le perturbó. Estaba prohibido leer cosas no producidas por el gobierno, y esa novela antigua que encontraron hacía mucho, entraba en la categoría. Si los hubieran descubierto, los habrían encerrado un año, sujetos a revisiones psicológicas, y cursos intensivos de apatía individualista.
Sí, lo recuerdo murmuró.
"La sonrisa de un amor es un universo, sus ojos son dos, sus labios son dos... "
"... sus mejilla son dos..." completó él.
Hubo silencio entre los jóvenes.
Hay algo que no entiendo dijo ella: nos dicen que nuestra sociedad es feliz, que es perfecta, y que algún día tendremos que luchar contra las otras naciones imperfectas y tristes y miserables. Pero, en este momento, yo soy miserable. No quiero separarme de ti, Sebastián. Nunca, nunca. Odio pensar que vas a estar con esa tal Desiré.
A Camila no le habían asignado todavía una pareja, pero él sabía que no le agradaría cuando lo hicieran.
Sé a qué te refieres.
Entonces, Sebastián, ¿qué hacemos? dijo ella anhelante.
No podemos hacer nada contestó calmado y racional.
Pero... pero... y entonces la voz entrecortada de Camila le hirió en lo profundo, una brisa movió las cortinas blancas, y ella cayó a los pies de Sebastián ¡yo te necesito!
La penumbra del cuarto no oscurecía en nada el deseo de Sebastián de dejarse ir, de coger aquel ser que respiraba y vibraba a sus pies y llevárselo con él hasta el infinito. Al principio se asustó porque las ideas y sensaciones que nacían en su interior chocaban con todo el orden de su mundo, con los períodos de procreación, con las leyes, con lo normal y aceptado. Luego, fue como si la brisa que entraba en la habitación hubiera atravesado hasta la metafísica emocional de Sebastián, haciendo oscilar la débil llama de iniciativa que subsistía en él:
Todo va a estar bien, Camila. Quítate la blusa, bésame el cuello...
Pero ella no reaccionó como lo había hecho tantas veces. En lugar de ello, le miró arrodillada desde el fondo del abismo de su alma, con ojos melancólicos y suplicantes.
No entiendes. Este momento, los otros momentos, todo se va a desvanecer en el vacío, Sebastián. Jamás nos veremos de nuevo. Jamás sentiré tus labios, o tus manos. No volverás a oler mi cabello por la mañana, ni oirás mi respiración, eso que tanto te gusta, en medio de la noche cuando tu insomnio te impida dormir. Nos separarán.
No dijo nada porque no pudo. No supo entender de dónde provenía esa fuerza en Camila. Él sabía que ella estaba en lo cierto, pero era demasiado débil para formular los pensamientos por sí mismo. Era un producto de su época, un joven de la nueva generación, y ser como ella, aún si implicase ser más humano, equivalía a estar fallado. Cuando tres meses después, terminado su período con Desiré, solicitó una certificación para procrear con Camila, le informaron que había sido transferida a los Alpes Suizos, a un centro de rehabilitación.
Pero la semilla había sido plantada, y diez años después, germinaba en un recuerdo.
La mirada del hombre se cierne sobre el horizonte. Más allá: los confines de la bóveda celeste y rosa, la bola dorada que se entierra aquella tarde, y los ojos imposibles de Camila.
"Tengo hambre", piensa Sebastián, y extrae una ración de vitaminas envasadas de su chaqueta parda.
Pasa dos días en esa loma, recordando y pensando como nunca recordó o pensó en su vida.
Entonces una tarde oscura, una nube de polvo apareció a lo lejos, alargándose como una serpiente y perdiéndose en la distancia. Sebastián encendió los binoculares de su casco, y vio un convoy de vehículos a lo lejos. Era un convoy numeroso, de varias camionetas y tanques, todos con la bandera enemiga. Era una lástima que el jefe de su unidad no estuviera presente; aún le quedaban dos proyectiles en la chaqueta, y hubiera podido destruir aquel convoy enemigo.
Sebastián no lo supo en ese momento, pero había formulado, a través de su banal lamento, un pensamiento equivalente al de un jefe de unidad. Se había elevado sobre los límites impuestos por la sociedad, por su mundo, y había pensado como un hombre libre. Sin embargo, aquello pertenecía más a su subconsciente que a la parte de él que tomaba acciones, y la serpiente de polvo en la distancia terminó por desaparecer completamente.
Es una cosa muy bella.
¿Qué es una cosa muy bella? preguntó malhumorado.
Eso que acabas de hacer contestó Lucas.
Cuando estuvo en la universidad conoció a Lucas, un tipo extraño que, a pesar de todo, llegó a querer más que a los demás. Siempre decía cosas que se oponían al resto, hacía cosas fuera de lugar, y ahora que lo pensaba con detenimiento, Sebastián no supo comprender cómo había durado tanto aquel joven que literalmente exhalaba individualismo por los poros, en una sociedad como la suya. Precisamente, el día en que lo conoció, acababa de ayudar a ponerse de pie a una anciana vagabunda, muy sucia y enferma, que había tropezado en la vereda. Lo hizo sin pensarlo, y cuando se cruzó con Lucas, estaba arrepintiéndose porque, como decían en la universidad, aquella gente sucia, enferma y anciana representaba el último rezago de una humanidad antigua en decadencia, paria de la nueva humanidad, al borde la extinción. Una extinción con la que ellos, los jóvenes, debían contribuir.
Sí, tal vez lo sea murmuró dirigiéndose al centro de deportes, no creyéndolo en el fondo.
Al día siguiente, en clase de economía marxista, Lucas se sentó a su lado. También le acompañó en literatura soviética, y en ateísmo pro-sociedad. No cruzaron palabras (no estaba permitido), pero en aquel silencio se estableció un acuerdo tácito de complicidad: se percataban de los mismos detalles, de las muecas de un profesor, de las incoherencias en la argumentación de un compañero de clase, de la falda demasiado corta de la rubia de la esquina.
Almorzaron juntos y bromearon sobre la reprimida sexualidad de la profesora de educación física que se metía en el cambiador de las chicas tras las prácticas para "supervisar el aseo" de sus estudiantes.
Un sábado por la noche, algunas semanas después, caminaba por las calles de la ciudad en dirección a un sitio desconocido, guiado por Lucas.
Al cine, me llevas al nuevo cine multiplex... adivinó Sebastián.
Era el octavo intento y, por octava vez, Lucas negaba con la cabeza.
Ya te dije que es sorpresa. Resígnate que, de todos modos, no falta mucho.
Entonces Sebastián, un poco por cambiar de tema, comenzó a hablar de este grupo al que se había unido por iniciativa del profesor de administración cultural:
Es increíble, ¿no crees? Rompen las reglas y se reúnen en secreto para leer esas bazofias moralistas y libertinas del pasado. Pero se lo tienen bien ganado: el jueves atraparon a ocho estudiantes de la facultad de medicina. Pobres diablos. Oí que los juzgarán y los deportarán a Sudamérica. Empiezo el próximo martes. Hizo una pausa. ¿Te interesa? Formar parte de nuestro...
Lucas se detuvo. Pareció indeciso. Profirió una maldición y, volviéndose hacia Sebastián, le explicó:
Mira, acabo de acordarme que tengo un asunto importante. Lo lamento, en serio. Tendremos que dejar tu sorpresa para otro día.
Lucas... alcanzó a proferir Sebastián en tono de reproche, mientras su amigo le sonreía y echaba a correr dando la vuelta a la esquina.
Sólo ahora, caída la noche en el desierto, encajó Sebastián aquel suceso siempre incomprensible con lo que ocurrió unos días después.
Era su primera misión con el grupo de "control cultural" que se encargaba de eliminar las reuniones clandestinas de lectura, y de decomisar los libros. Les habían "pasado el dato" de una de esas actividades ilegales en un apartamento de la calle 51. Eran cinco muchachos aparte de él; a todos los conocía de la universidad, aunque apenas si se sabía un par de nombres.
Tu espera detrás, Sebastián, nosotros entramos primero le susurró uno de ellos cuando subían las escaleras y llegaban a la puerta indicada.
Lo siguiente ocurrió rápidamente, y habría de darle pesadillas a Sebastián durante varios años. Sus compañeros irrumpieron en el departamento, y él les siguió uniéndose a la gritería:
¡Suelten los libros!
¡Traidores!
¡Ríndanse!
¡Animales!
Las armas estaban prohibidas, pero la cabeza del grupo de control cultural llevaba una por precaución: si los clandestinos rompían las reglas una vez, podían hacerlo siempre. No obstante, hasta entonces no habían habido casos de posesión ilegal de armas.
Pero esta vez uno de los clandestinos poseía una pistola. Los gritos fueron silenciados por el sórdido sonido de un disparo, luego otro, y un tercero. Sebastián cayó al suelo ileso, pero oía quejidos de dos de sus compañeros.
Le di al tipo gritó el jefe del grupo, conteniendo evidentemente un fuerte dolor, le di al traidor.
"Traidor" fue la última palabra que pronunció ese prometedor partidario del régimen. La primera bala disparada le había herido mortalmente cerca de la carótida. El disparo con el que respondió, el que "le había dado al traidor", fue producto de una contracción involuntaria del índice hacia el pulgar, y mató a Lucas, el portador ilegal de la pistola, el fundador de este y otros grupos de lectura clandestinos en la ciudad, y el hasta entonces mejor amigo de Sebastián. Su cuerpo yacía con el rostro ensangrentado, mirando a un estupefacto Sebastián, con ojos sin vida y labios contorsionados desde la alfombra con motivos turcos.
Las estrellas titilaban en el terciopelo negro, esparcidas al azar más allá del oscuro recuerdo, en el fin del mundo, como una ventana al universo incierto. Sebastián, tendido sobre la loma, abrió los ojos, desentumeció sus brazos, sus piernas y comenzó a andar.
Acabó los estudios seis años después, y participó en innumerables revueltas a reuniones clandestinas. Las parejas se sucedieron una tras otra, altas, rubias o morenas; la universidad cedió ante el trabajo: ocho horas diarias traduciendo y codificando algoritmos a lenguaje de ordenador; la vida intrascendente y monótona de la nueva sociedad se cernió sobre él como una cándida sombra que parecía iluminar sus días de seguridad, grandeza y pertenencia molecular al cuerpo social. Era el grano, la molécula, la partícula, y viajaba con los cúmulos de gente bajo el invisible y despótico yugo de la élite que gobernaba. Y cuando esa élite le declaró la guerra a la otra mitad del mundo, Sebastián se sumó a las miles de filas de combatientes arraigados en la máxima base: "el individuo está subordinado al grupo". La muerte de uno, la muerte de muchos, no significaba nada al lado de la supervivencia del todo. Sebastián, ahora solo y abandonado bajo la noche, era parte de aquel conjunto minoritario y totalmente dispensable, arrancado del seno maternal del todo, por iniciativa misma del todo. Consciente de su insignificancia, se detuvo en medio de una hondonada, entre dos dunas. La vorágine de la mente y del tiempo lo envolvió una vez más.
Las sombras creaban un juego interesante. Una lámpara apagada, un ventilador que colgaba del techo, la silueta de un pie que sobresale de las sábanas, un vaso de agua sobre la mesita de noche, la ropa interior de la joven regada sobre la alfombra azul. Era muy hermosa, muy hermosa: sus párpados cerrados y sus densas pero delineadas cejas, sus piernas largas y sus brazos esbeltos; sus manos tentando el vacío hasta él. Entonces, sintió una respiración imposible y, volviendo al silencio del juego de sombras, pensó en Camila. La joven a su lado no era Camila, y al amanecer, no olería el perfume de una noche del cabello de la adolescente que amó, no olería nada: habría un silencio sensorial.
Aquella tarde la vio. Bajaba por la vereda de ese pueblito en las montañas. El verdor de la tierra que se extendía alrededor le daba un ambiente sano y natural a las casas sucesivas de piedra antigua; las chimeneas botaban un humo de ensueño, y el atardecer moribundo completaba la visión de Camila, nueve años mayor, bajando a pasos apresurados por la vereda. Cuando lo notó, se apuró aún más, abrió los brazos y lo abrazó con fuerza.
Sebastián murmuró entre sollozos, Sebastián.
Algo en su interior tembló, y sus brazos también la envolvieron. Los años la habían hecho más bella, y su pelo olía a flores silvestres.
Estoy de permiso fue lo único que atinó a decir.
En el reducido mundo de aquel pueblo, Camila había podido crecer emocionalmente. Había aprendido a escuchar a su voz interior, a amar sus ideas y pensamientos, a aceptar la nostalgia y la dicha que significaban vivir, y que en ese momento se traducían en lágrimas de felicidad.
Sebastián, por el contrario, era ahora sólo una sombra de lo que fue alguna vez, cuando habían saludado al amanecer juntos, naciendo en el mutuo regazo de un apartamento con cortinas blancas por las que se colaba la luz melancólica de postes suburbanos.
No se dijeron mucho más. Ella, con un dolor en el pecho, comprendió que lo había perdido, y él ni siquiera intuyó el patetismo de su tono sencillo y formal, de su indiferencia condicionada, de su despedida fría. Sin embargo, al verla huir entre las callejuelas, con el sonido seco de sus zapatos sobre la serpenteante vereda de roca, se sintió vacío.
Era el mismo vacío que le atacó aquella noche, en el cuarto de formas interesantes, de alfombra azul y joven al lado: de manos tentando un abismo inexorable. Se vistió sin hacer ruido y salió a la noche de los Alpes Suizos. Llovía. Las gotas resbalaban sobre su uniforme militar, resbalaban como la vida y su propia humanidad resbalaban, evadiéndole. Quiso gritar, pero no pudo; quiso correr, pero sus pies no le obedecían. Entró de nuevo en la casa.
Divisó una luz en el horizonte. La luz penetraba en el desierto, reposaba sobre las dunas, y se extendía indefinidamente. Era el crepúsculo. Le pareció ver algo allá donde la arena se encontraba con el cielo y, encendiendo los binoculares, ubicó un convoy como el del día anterior. Quizá fue el deseo de correr, un deseo parecido al de aquella noche de lluvia, pero se desperezó rápidamente, y salió de la hondonada.
Quería sentir las mejillas de Camila entre sus manos, quería oír su respiración por la noche, y quería volver a aquella tarde en el pueblo Suizo y tomarla con fuerza y no soltarla nunca. Quería olvidar el cuerpo muerto de Lucas, los ojos sin fondo, la muerte sin sentido: quería tomar sus propias decisiones, prescindir de un jefe, dejar de ser una molécula de un estúpido polvo existencial: una molécula vacía, intrascendente, sola y triste bajo la lluvia, entre los brazos de una amada, o en un desierto crepuscular. Al diablo con la masa, con el todo; al diablo con la universidad, con el profesor de ciencias sociales, con las máximas, con el régimen y con la guerra. Sintió una última tentación en el tierno umbral de la libertad humana: coger uno de los cohetes de reserva y volar el convoy en la distancia. Pero ello equivaldría a aceptar las reglas del todo que le había criado, abandonado e infectado del colectivismo inútil; equivaldría a aliarse a su incomprensible y, finalmente, ajena causa. Tomó la decisión de rastrear el curso del convoy con el mapa de su casco. Sorbió un poco de agua de las reservas de su traje, a través de un tubito que sobresalía a la altura de su boca, e inició el trote hacia el campamento enemigo. Se rendiría y, algún día, cuando la guerra acabase, volvería al pueblito en las montañas, y buscaría a Camila y al olor de su cabello.
Han pasado tres años desde aquel amanecer. Sebastián duda si atravesar el portal de la casa en la que le han dicho vive Camila. Le tomó dos semanas llegar al campamento. En una guerra de cinco años, fue el único soldado desertor del régimen comunista que ese campamento vio. Venía tambaleando sobre el polvo, murmurando incoherencias, enloquecido por el calor y la sed que su averiado traje no podía combatir.
El sol se yergue en el cenit, y Sebastián cruza la entrada de la casita en la montaña de pastos verdes y vientos fríos. Adentro, una mujer, inquieta, deja de leer sobre un sofá y se pone de pie.
Él sabe exactamente lo que va a decir, y las palabras resbalan por el aire estático de la habitación, hasta Camila, y hasta sus ojos vidriosos.
Extraño tu respiración...
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