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El día estaba más soleado de lo normal. Las calles se encontraban atestadas de gentes, pululando como hormigas entre los buses que se cruzaban entre sí en busca de pasajeros del mejor lugar en el paradero. Por un momento, la Avenida Abancay era el centro del universo. Engines ignited .

Uno de ellos avanzaba de manera rauda, invadiendo a menudo la vereda para ganar espacio. El patrullero de la esquina se hacía de la vista gorda. Cuadras atrás, ya habíamos arreglado diferencias. Semáforo rojo, el bus se detiene en forma diagonal. Suenan enfurecidas cientos de bocinas. Debían entender que mis oídos están tapiados con creolina.

Suben unos, bajan otros. La radio se había malogrado, era así que los ruidos de la calle eclosionaban más de lo común. Semáforo ámbar, hace chirriar sus gastados neumáticos y pone segunda, rumbo al otro semáforo. Twenty laps remaining

Semáforo ámbar. El bus pica desesperado. Pero era tarde, ya me había agarrado semáforo rojo. En la esquina se arremolinan decenas de vendedores, invadiendo los espacios de la acera y pugnando por cada puerta entreabierta. Suben y bajan de ellos vendiendo golosinas, chucherías y otras cosas. Semáforo verde. Hecha la venta, todos huíamos como moscas hacia la calzada.

Tal vez era el aceite quemado la razón del humo que lo rodeaba. Una marcha de desempleados copó la calle. Con carteles de protesta y arengas revolucionarias, caminábamos todos en un grupo compacto. La unión hace la fuerza. Era hora de apagar el motor y racionar el petróleo. Pitstop

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El olor del micro era el de siempre: lavanda, gasolina y yonque, juergueando al ritmo de Agua Bella. Zigzagueaba con chispas de felicidad, aceleraba con rasgos de soñolencia. En Paseo Colón, todo era chévere: el carro, la música y el chofer. Luna que vas por el mundo entero

Frenó con las justas detrás de un escarabajo verde limón. Un espasmo brutal sacudió al micro. Las ruedas raparon el asfalto y el micro quedó encajonado. Faltaba el aire. Repentinamente, el micro comenzó a temblar, los faros quiñaban alternadamente, la radio moría. Un ruido ronco. Era un hipo.

Estaba en tercera, bajaba a primera, para luego subir a cuarta. Entraba en el segundo carril, me plantaba, hacía la finta, y de nuevo me plantaba. Como los grandes. Los demás estábamos hastiados. El micro inmutable: mis oídos estaban tapiados por la resaca. Continuaba con música y felicidad. Eres pecadora, mujer pecadora...

El acelerador dormido, el volante extraviado. El velocímetro subía con las revoluciones del motor embotado. Miró atrás y se le pasó toda la borrachera. La silueta del patrullero crecía. Bajó la velocidad, se enderezó en el carril, se ajustó el cinturón y trató a duras penas de no pegar un ojo en media pista. El patrullero pasó silbando una salsa.

Un pito de policía lo despertó de su letargo. Apenas pude reaccionar y frenar en seco. Ya salía del Paseo Colón, pero el tráfico del zanjón era cruel. Pensó tomar una siestecita. No veía problema alguno. Nadie diría nada. Total, pensarían que racionaba el petróleo. Al instante se quedó dormido, formando burbujas de colores. ¡Yo tengo una culebrítica...!

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La policía tardó demasiado, pero dejó la ruta limpia. El bus hizo contacto y el motor se desperezó como un león. Un grupo de motorizadas se puso de barrera. Otras hacían paso para un carro oficial. Ser carro oficial tiene sus ventajas. Una vez segura la calle, las motorizadas se hicieron a un lado y el tráfico comenzó a fluir. Fifteen laps remaining

Vi tranquilo el asunto y dejé de corretear: A 30, sin descuidar mi frecuencia. El datero me dijo. Varias manos avisaron en pararlo. El bus se apeó a la derecha. Seguían subiendo, seguían bajando. El día se hacía tarde: no era uno normal, pero sí era uno bueno. Me animé, pues ya era hora de almorzar.

Camuflado entre las tropas de empleados saliendo de los edificios públicos, continuaba en el tráfico lento, pero no importaba. Los olores de chicharrón le recordaban a casa. El motor ronroneaba como un gatito; pero, en un cerrar de ojos, una ventisca helada recorrió la pista, helando el tubo de escape. El bus miró atrás. Sabía que lo bueno no es eterno. One - Two!

Me habían agarraron con la guardia baja. Se recompuso en un santiamén e fingió no sentir la pegada. Vi la hora, vi el tráfico, sumé, resté e hice un plan. Tan fuerte aceleró que todo el peso del bus cayó sobre los muelles traseros. Aceleraba hasta el fondo sin dejar de mirar atrás; sin asustarme, pero sí inquieto. Metros atrás, uno igual avanzaba constante. Las frecuencias varían, el ciclo se invierte.

Esquivaba los golpes ágilmente. Era ducho en esto. Volaba como mariposa y picaba como avispa. Su sparring no era malo, no lo dejaba en paz: Se libraba de mis jabs, y contraatacaba con golpes cruzados. Tenía que moverme por toda la pista, evitando ser alcanzado. Semáforo ámbar y el alma se le iba. Lancé mi último pique, cerré los ojos y a la de Dios. No lo alcanzaría a tiempo, pensó; no se libraría de ésta. El motor explosionaba, el público enloquecía. Semáforo rojo. Había pasado. Go Go Go!

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No se dio cuenta cuándo dieron paso. Detrás, cientos de motores rugían pidiendo camino. Se sacudió la modorra a regañadientes y salió disparado. Mi cabeza parecía explotar, y otra vez amenazaba en dormirme. Los decibeles de la radio aguijoneaban sus sienes. Entraba a la Avenida Grau. Así son los hombres, son una basura...

El día era perfecto: sol radiante pero no pesado, tráfico normal pero no rápido. Aunque aún estaba entre Pisco y Nazca. Su ritmo era descompasado: Por momentos el acelerador rugía, aunque el freno de mano lo aquietaba. En otros, el embrague se demoraba más que el cambio, el freno sufría de un tic hipocondríaco, el timón padecía de neurosis. Iba sólo, nadie me detenía, nadie me empujaba.

Avisan antes para bajar pero reacciona después. Algún pasajero se da cuenta de haber llegado, aunque sin saber cómo ni por qué. Unos se esfuerzan por estirar las piernas, otros se esfuerzan por no tirarse cuescos. Se abre el portón y baja. El sol lo enceguece. El micro se echa a andar. Curioso, miro atrás y veo unos “pirañitas” rifándose al incauto ex pasajero. Pobrecito, debí bajarlo una cuadra atrás. Aquel arbolito, donde estaba escrito...

Metros arriba, una mano me detiene. Cayó en la trampa: Ve aparecer, enorme, a una mamacha con sombrero, trenzas y todo, acarreando enormes bolsas de yute. Hagan espacio, por favor, que todavía entra uno más. Los amortiguadores sufren. La mamacha se acomoda las polleras, sus boltijos, las trenzas. Sonríe desdentada, pagando cincuenta. Se va a bajar de acá a cuatro cuadras.

Pasan varios micros, ninguno que lo amenace. No me puedo quejar: tenía gente, tenía chispa. Y por entonces, el micro comenzó a bailar, esta vez, armoniosamente. Total, sólo se vive una vez. La resaca se me iba y seguía contando. Semáforo rojo, Uy, no lo vi. En la otra pararé. Karma, piensa. Qué era, no sabía. Sonaba bonito. Seguía meneándose. Un ojo estaba cerrado; el otro, a medio párpado. Me emborracho por tu amor, me emborracho...

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Tira y afloja. Tira y afloja. Ya no estaba para esos trotes. El motor asesaba: su rival se acercaba. No le sirvió ese último aliento, el otro también había pasado. Se acercaban a la meta. Los últimos sudores. Los últimos suspiros. La tranquilidad de salir victorioso o la decepción completa. “No, soy un ganador”, vamos, un esfuerzo más. Semáforo ámbar, qué importa. Intermediate 1

Semáforo rojo. Uy, se me chispoteó. No hay primera sin segunda. Otro hipo reverbera fuertemente; retumbando al micro en su laberinto. Baja, baja, baja; tres veces. Lo siento, sonríe. “La bulla del radio”, y sonrío. Su oreja se enrojece. Mejor no saber por qué. No importaba, era feliz. La tercera me reivindico. Semáforo rojo es semáforo rojo. Caracho, hay que respetar las reglas de tránsito. Jugadora, jugadora, jugadora, tú naciste para jugadora...

Ya no jalaba. Se metía por lo codos, dejaba trabas, pero no lo podía creer. Mientras él desfallecía, su contraparte recorría como una gacela. Estaba volviéndose loco. Corría como un deportivo, bajo el chasis de un acorazado. 100 metros. Todavía podía. Por la de oro. Un empuje más. “Vamos motor, vamos inyector, vamos acelerador”. El público está de pie. Final Lap!

El micro parrandero. “Nunca más chupo, caracho”. ¿Era luz roja, ámbar o verde? ¿Era un semáforo? Los ruidos se perdían en sus tímpanos sebosos. Se cerraba el telón del ojo derecho. El izquierdo, clausurado hasta nuevo aviso. La barbilla comienza a pesarle. Más tarde, al sauna. Las manos me sudan, se descuelgan. Los pies también ¿Rojo o verde? Se duerme. Era verde. Estaba adentro. Me enamoré de tí.. y qué!

Estaba en rojo, pero tenía que cruzar; era de vida o muerte. El corazón se escapaba. La biela también. El alma en la garganta. De golpe, silencio. Rojo y no debía pasar. No le quedaba otra. Final de fotografía. Todos sus músculos estirados. 100 kilómetros por hora. Mañana, al mecánico. Cruzando Grau, la bandera a cuadros. También un micro trasnochado. No lo vio pasar. Cientos de flashes y...

¡¡¡PRIIRRRR!!! ¡¡¡PUMMM!!! ¡¡¡CRASHHH!!!

¡¡¡ULULULULULU!!!...

- ¡Carlitos, guarda tus carritos y ven a comer!
- Ya voy, mamá.

Carlitos, obediente, guardó sus carritos y se fue a comer pollito a la brasa.

Texto agregado el 18-09-2007, y leído por 94 visitantes. (1 voto)


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