UN VIAJE DESPROLIJO.
No son tan prolijos como dicen los libros, dijo Saverio en voz alta, mientras observaba una bandada de patos negros que chapuceaban una “v” en el cielo.
Viajaba solo por la ruta. Encendió las luces del auto por costumbre más que por necesidad y en el momento que lo hizo descubrió que la tarde se había hecho noche. Con desparpajo pensó sino había sido el causante del cambio. Es más especuló, desde una vanidad sin límites, que todos los fenómenos naturales se producían cuando operaba un botón o una llave determinada. Sonrió pensando en ello, mientras el pasacasette reproducía Serenata a la luz de la luna, ejecutada por el propio Glenn Miller y la computadora del tablero declaraba 7° C, para la tarde invernal.
Afuera, el viento cacheteaba los árboles y las primeras estrellas brotaban desde la oscuridad.
Mientras el auto se deslizaba como sobre una alfombra pensó que todavía le restaban tres horas para llegar a destino. Había decidido, por primera vez, dejar unos días a su familia y descansar solo frente al mar. Con esa imagen dibujada en su mente, sintió que una calma agradable lo arrebujaba. Fue en ese momento cuando, con las palmas de sus manos, acompañó el final de “Collar de Perlas”, la vieja canción que Miller había dedicado a su esposa. Al soltar el volante, el vehículo comenzó a deslizarse peligrosamente hacia la banquina. Sin querer sus ojos recorrieron el velocímetro que marcaba 130 Km por hora. Luego de una gran confusión de movimientos volvió al camino.
El auto había dibujado una “s” desprolija en la autopista.
Cuando recuperó el control y la respiración, tomó conciencia que la muerte también está al lado del que disfruta de la vida como él hasta ese momento.
Hay veces en que es bueno estar solo, pensó mientras miraba por el espejo retrovisor y su corazón sumaba unos cuantos latidos más.
Cuando el casette automáticamente se dio vuelta y comenzó “Adiós a los blues”, lo asaltó el recuerdo de Glenn Miller y su inexplicable desaparición.
Un pequeño avión que partía desde Londres hacia París, una tormenta y el mar que los deglutía. Nadie jamás los encontró.
Saverio ahora iba hacia el mar y en un segundo se le habían mezclado en su espíritu, la vida y la muerte. Padeció angustia mientras cavilaba: no es bueno que el hombre esté solo y menos en una ruta desierta. Cuando se escucho decir esto último, tomó conciencia que hacía unos instantes pensaba lo contrario y comenzó a reír festejando haber zafado de un accidente que podía haber sido fatal.
Al poco tiempo, la música lo acariciaba y la oscuridad parecía tragar el automóvil.
Lejos y adelante, surgieron dos débiles luces rojas. Extrañamente no coincidían con la recta del camino, más bien parecían estar sobre el campo y a veces daba la impresión que no tocaban el piso, como si estuvieran en el aire. No obstante, pensó: es posible que más adelante haya una curva y que la ruta esté elevada. Sumó velocidad para acercarse a las luces y no le llevó mucho tiempo ya que el pequeño auto, que de eso se trataba, apenas se movía. Era un Fiat 600 viejo y rojo, completamente ocupado, al que pasó como una exhalación. Un auto igual al primero que tuve en mi vida, pensó Saverio sonriendo, mientras se apoltronaba en la cómoda butaca.
Algunas nubes negras como algodones deshilachados ensuciaban por momentos el cielo, que ya aparecía casi blanco de estrellas.
La ruta era la misma y el paisaje se repetía. Las líneas del piso se transformaban en blancas entrecortadas, completas, dobles y viraban al amarillo en alguna curva; sin embargo la temperatura había bajado y una suave, dulzona tristeza, lo dominaba mientras la pluralidad característica de los cuatro clarinetes de la orquesta de Miller tocaba “St. Louis Blues”.
No se puede sentir tristeza en el paraíso, meditó, mientras advertía que nuevamente estaba solo en la autopista.
Así como así, imaginó que aquellos viejos fantasmas infantiles iban aparecer con sus caras repulsivas por las ventanillas o que alguien lo acompañaba detrás de él o en el piso de atrás y que en cualquier momento lo habría de asaltar tomándolo del cuello.
Un temor inmediato e inexplicable se apoderó de Saverio. Sintió desasosiego.
Todo esto meditaba cuando alcanzó a ver en la lejanía dos nuevas luces rojas aunque un poco más grandes. Esta vez aceleró con el propósito de acercarse, casi se diría en la desesperada búsqueda de compañía. En contados minutos, ya que viajaba en un auto moderno y veloz, estuvo cerca de aquel Peugeot 403 negro que lentamente había comenzado a girar hacia la derecha, para perderse en la espesura de un camino de tierra bordeado de eucaliptos fantasmales. Cuando alcanzó a percibir que cuatro personas lo abordaban y que ese era el segundo auto que había tenido en su vida, un leve cosquilleo le arañó el estómago. Recordó aquel viejo cascajo con olor a aceite mal quemado, con el que los cuatro que componían su familia viajaban por la misma ruta hacia el mar. Un tiempo lejano de extrema felicidad en el que el deseo de vacaciones se unía a la aventura de viajar con un auto viejo que nunca se sabía si podía llegar a destino.
Lo único que falta ahora es que aparezca el Fiat 1600 bordó, que tuve después del Peugeot, dijo, Saverio, en medio de una carraspera nerviosa.
Esta vez las luces que le llamaron la atención estaban detrás de él. Correspondían a un auto que venía más rápido y que en pocos minutos pasaría a su lado. Aminoró la marcha para esperarlo y cuando estuvo a la par constató que se trataba de un Renault 12 blanco con cuatro personas. Los vidrios estaban empañados por el frío y era imposible ver en detalle su interior. Sin embargo, por las siluetas, intuía que se trataba de dos personas mayores adelante y dos niños detrás. Tuvo un pequeño sobresalto cuando se acordó que él también había tenido un Renault 12 blanco.
Un rayo que garabateó el cielo en el horizonte le anunciaba que se dirigía hacia una tormenta.
Luego del momento de distracción, advirtió que el Renault se había detenido en el camino. Como era imposible retroceder tuvo que, a los pocos instantes, olvidarse de él.
El sonido de una gotas de lluvia sobre el techo, reemplazó la música del casette que había concluido. Las nubes borraron las estrellas y el ruido de un trueno desgarraba la noche. Solo quedaba una hora de viaje y no valía la pena detenerse.
La tormenta comenzaba a ser intensa. Apenas se podía escudriñar un par de metros hacia adelante.
Distorsionadas por la lluvia, lejos, alcanzó a divisar dos nuevas luces rojas que brillaban intensamente y que por momentos desaparecían.
Recordó el consejo de manejar a la defensiva y apretó el volante con fuerza. Estaba tenso. A pesar de no quererlo estaba cada vez más cerca del auto que ahora reconoció como un Ford Escort azul. El último coche que tuve antes que éste pensó Saverio, mientras una gota de transpiración rodaba por su frente.
Entonces tuvo una extraña premonición. Casi tenía la certeza que algo muy importante habría de pasar. La tormenta, la desaparición de Glenn Miller, la casualidad del encuentro con sus autos viejos, sus extraños ocupantes, le comenzó a sonar como un anuncio, un presagio.
Se le helaba la sangre de solo pensar que quizás se tratara de una despedida de la vida, acaso un camino hacia la muerte.
Con la intención definitiva de desenredar esta serie de acontecimientos y casi al límite de la velocidad, se puso a la par del auto misterioso.
El velocímetro marcaba 160 Km por hora cuando lo alcanzó. Se alineó ventanilla a ventanilla y entonces observó como una mano comenzaba a limpiar el vidrio empañado del lado del conductor. Parecía un tierno saludo. Grande fue su estupor cuando la persona que manejaba lo miró fijo y le sonrió cariñosamente.
Era él mismo, con muchos años menos. Adentro, su mujer y sus dos hijos, ajenos y divertidos, reían desaforadamente.
De pronto el Escort aceleró y naufragó en la lluvia y en la noche.
Fue precisamente en ese instante en que Saverio levantó los pies del acelerador y su auto comenzó a deslizarse de costado hasta completar un primer trompo en el centro de la calzada. En la segunda vuelta le pareció que el final de su vida había llegado. Pero en la tercera, apretó alternativamente los frenos y pudo dominar la máquina en medio del campo.
Allí permaneció por largo tiempo de espaldas a la ruta mirando el negro horizonte.
De pronto, como un relámpago, una idea lo iluminó. El viaje va a tener un final feliz, pensó en voz alta al tiempo que recordaba que en la secuencia de aparición de sus autos viejos, faltó el Fiat 1600 bordó.
Así como el viento despejó las nubes, su tristeza desapareció.
Los presagios no pueden ser desprolijos, dedujo Saverio, mientras una estrella fugaz rayaba el cielo nuevamente despejado.
OSVALDO SANTORO
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