Esta muela nació porque tenía que nacer. Se dirá que fue la única sobreviviente de un proyecto de ser humano que no alcanzó a desarrollarse. Los más supersticiosos elucubrarían extrañas teorías, dirían que era un signo inequívoco del final de los tiempos. Que era un resabio bíblico que anunciaba las peores catástrofes para este mundo descarriado. Se dirían muchas cosas, pero lo cierto es que la muela, independiente de cuanta hipótesis tratase de explicarla, existía, estaba allí y se sentía muy desorientada. Sabía que era una excepción que contravenía todas las reglas, que sobrevivía sana y asertiva y que su único objetivo era encontrar una boca que la acogiera. Ella garantizaba una estancia pacífica y una mordida certera, acaso lo único que se puede esperar, en realidad, de una muela.
Recorrió muchos lugares en busca de una solución para su problema y no estuvo exenta de peligros. En efecto, se libró jabonada de ser devorada por un perro vago que la confundió con un apetitoso hueso. Casi fue triturada por las ruedas de un camión, y unos chicos, creyendo que era una extraña canica, la arrojaron de un lado a otro para golpear a otra canica ojito de gato de inerte vidrio e inútil belleza. Al final llegó a una consulta dental y, como pudo, golpeó la puerta principal, hasta que una simpática doctora, que la vio, pequeña e indefensa, la recogió, pensando que era de algún paciente suyo. Fue entonces que escuchó una débil vocecita:
-Señora. Necesito su ayuda.
La doctora abrió tamaños ojos y casi arroja lejos a la pobre muela.
-No, no lo haga, soy sólo una muelita que busca un ser humano en donde alojarse.
Repuesta de la tremenda sorpresa, la doctora colocó a la muela, que desde ahora llamaremos Isabel, en el sillón de los clientes, puesto que ella era, en rigor una paciente más.
-Bueno- dijo la profesional. Usted está sanita, por lo que veo, y lo que me preocupa es que sea un tanto difícil encontrar un interesado que desee acogerla en su boca y eso, por la sencilla razón que la gente ama lo artificial, se fascina por esas piezas de acrílico, que lucen tan impecables y tan relucientes.
-Pero usted habrá podido comprobar-dijo Isabel- que yo estoy absolutamente sana para ser transplantada en la boca de un ser que no será un ser cualquiera, tampoco. No quiero, por ejemplo, que se me aloje en la boca de una anoréxica, no señor, yo nací para la actividad y vivir allí sería para mí una tortura. Tampoco quiero que se me inserte en la mandíbula de un glotón. Sería peor, ya que una también necesita su reposo. Y no quiero caer en la boca de un político, ya que sé de muy buena fuente que las mentiras terminan cariándola a una. Un ser silencioso tampoco me agradaría, yo necesito oxigeno y confinada en la oscuridad más absoluta, perdería brillo y me deterioraría inexorablemente. Me encantaría, por lo contrario, ver batir moderadamente la lengua de una persona afable, cordial, simpática y prudente.
La doctora se devanó los sesos buscando una persona con tales características. En realidad, no era una tarea fácil. La mayoría de las personas se encasillaba en tres tipos bien marcados, los fanfarrones, los que comían como pajaritos ( y entonces, la doctora se preguntaba para que diantre se arreglaban su dentadura si con un pico les hubiese bastado) y los que sólo abrían su boca para que ella les arreglara sus paliduchas piezas dentales.
Después de mucho divagar y descartar, la doctora, que ya había comenzado a hacerse muy buena amiga de Isabel, la muelita, tanto así que tomaban el té juntas y comentaban los pormenores de la teleserie de turno, concluyeron que la solución estaba más a la mano de lo que ellas habían pensado.
Y dicho y hecho, doctora y muela concurrieron a la consulta dental más cercana, en donde la doctora pidió que le extirparan la pieza correspondiente y colocaran en su lugar a Isabel, a la que ya consideraba como su amiga del alma.
Y desde entonces, la ya resplandeciente sonrisa de la doctora, se iluminó aún más, mientras dentro de su boca, una seducida Isabel, contemplaba las suaves ondulaciones de aquella sonrosada lengua que sólo sabía proferir palabras dulces y frases de extrema cortesía y dulzura…
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