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DANZAS BAJO LA LLUVIA

Eran muy aburridas aquellas tardes en las montañas de Río Blanco, Señor. Las mañanas no. Porque nos levantábamos apenas el sol asomaba por las hendijas y hací¬amos las tareas de limpieza con entusiasmo. Reordenábamos la casa muy temprano, y luego salíamos al conuco a buscar las legumbres y hortalizas que sembrábamos y que cocinábamos con sal y agua. Agua que recogíamos en cántaros de los manantiales cercanos al río en el que también nos bañábamos después de los quehaceres. Y almorzábamos lentamente, recontando viejas historias e interpretándolas, usted sabe como hacemos las mujeres, buscándoles siempre un matiz nuevo, riéndonos y criticando a las otras muchachas del campo. Porque en realidad no teníamos tanta experiencia: Uno que otro novio tonto de la adolescencia y había que inventar historias para entretenerse en estas montañas solitarias.
En la tarde, sin niños que cuidar ni oficios en que ocuparnos, echábamos una siesta larga, tiradas en una hamaca, esperando la lluvia que se arrojaba con todo su peso, puntual, al final de la tarde. Ya habíamos leído todos los libros, las revistas, los prospectos que traía el cartero. No habí¬a nada que hacer, Señor.
Los maridos estaban lejos. En el extranjero. Y no sabíamos cuándo regresarían, o si lo harí¬an. Así es la vida de las mujeres en estos campos: Esperar. Siempre esperar. Cuando estábamos muy jóvenes esperamos a que apareciera un novio o un marido y luego que llegaba y nos hacía suyas, lo veíamos partir al extranjero y volvíamos a esperar con angustia a que regresara quizás algún día. Y si es que vienen los niños nos toca esperar de nuevo. Esperar nueve largos meses Señor y esperar a que crezcan, se casen y se vayan también en busca de la esperanza, que es como una cadena infinita. Por eso nosotras no queríamos tener niños. ¬ Para no esperar, porque entendíamos que esperar es una desgracia. A las seis de la tarde, todo estaba oscuro y la noche, la lluvia y sus olores nos envolvían y nos llenaban de miedo.
Primero bajaba una neblina espesa, Señor. Luego aparecían unos nubarrones que comenzaban a acumularse y a cubrir las montañas y el cielo desde las dos de la tarde. Oscurecí¬a ya a las cinco y a las seis empezaba una lluvia cerrada, hasta que amanecí¬a. Era como un reloj de aguas. Nada la detenía. Por eso nos poníamos unas batas blancas sobre la piel desnuda y soñábamos con lo que nos faltaba, que era el amor. A lo lejos se oían las ranas croar.
Pero una mañana el cartero le trajo a Lidia una caja grande. Era un estuche con un aparato de música. Fue su marido quien se lo envió desde el extranjero. Y cuando oímos aquella música empezamos a bailar por toda la casa. La música lo transformó todo, Señor. Nos daba un poder muy grande que no le puedo explicar. Era como una celebración. Una celebración de la alegrí¬a de estar juntas, una celebración de nuestros cuerpos, de la lluvia, de la vida simple de estos campos lluviosos de la cordillera. Cuando bailábamos no teníamos miedo, Señor. Pero nosotras jamás pensamos que habría un hombre acechándonos, Señor juez.
Por eso encendíamos velas en la noche y bailábamos en círculos e inventábamos pasos nuevos, enredadas con el mosquitero, con las sábanas o colgadas de las hamacas, o columpiándonos sobre los aparejos, o reflejándonos desnudas en unos espejos que los maridos nos regalaron antes de irse. Muchas veces fingíamos que luchábamos entre nosotras con los mismos azadones y los machetes que utilizábamos para desyerbar y sembrar. Pero, no sabíamos que había un hombre allá afuera, mirándonos por las hendijas. Así que bailábamos desnudas hasta cansarnos y caer abatidas sobre las hamacas y nos dormíamos profundamente.
Pero la noche en que pasó lo que pasó escuchamos los pasos de un hombre sigiloso sobre las hojas mojadas y luego un sonido que no era de lluvia ni de truenos. Ese hombre trató de forzar la puerta a medianoche. Yo me cubrí con mi sábana y desperté a Lidia, asustada. Teníamos mucho miedo. Así que pusimos la música a todo volumen. Pero el hombre quería entrar, Señor Juez, aunque sabía que estábamos despiertas y medio desnudas. Entonces él comenzó a insultarnos y a gritar que éramos putas y lesbianas. Eso nos cayó muy mal. Porque somos gente buena, Señor. Y no sabíamos de quién era esa voz, tan áspera y desagradable, para que viniera a insultarnos de esa manera en nuestra propia casa. Así que Lidia cogió el azadón y el machete y yo cogí la sábana para liarlo. Parece que estaba muy borracho, porque el tufo del alcohol atravesaba la puerta. Las dos esperamos a que el hombre forzara la entrada. El rompió la tranca de una patada y ahí mismo yo le eché la sábana encima lo empujé y le lié las piernas con un mosquitero, mientras que Lidia lo atravesó con el azadón y entonces lo arrastramos hasta la hortaliza. La lluvia que le caía en la boca abierta terminó por rematarlo. Y después, con ese mismo azadón cavamos un hoyo profundo en la tierra mojada de los surcos y ahí mismo lo enterramos bajo el aguacero. Nosotras temblábamos, pero es extraño, ya no teníamos miedo aunque sí sentíamos el frío y el olor de la muerte. Teníamos que bailar bajo la lluvia para calentarnos, porque además seguimos con la música muy alta a aquellas horas y eso nos daba poder. Luego entramos y nos hicimos tizanas y nos calentamos y nos consolamos entre las dos. Y reíamos y llorábamos al mismo tiempo, como locas. Eran los nervios, Señor. Pero con el tiempo, conversando en las tardes se nos pasó ese trago amargo y nos llegó la paz. Porque aquel hombre mismo se había buscado lo que le pasó, queriendo abusar de nosotras, mujeres indefensas e insultarnos y robarnos el equipo de música o quien sabe si violarnos y matarnos. Además, en ese momento no sabíamos quién era ese hombre Señor Juez, ni a quién pedirle ayuda en esos campos tan apartados y solitarios.
Y no le vimos nunca la cara, Señor Juez. Cuando lo sepultamos, le dejamos el rostro tapado con la sábana, para no recordarlo jamás. Pero sí supimos que él que era muy buen abono, porque a partir de entonces los coliflores, los nabos y las zanahorias crecían grandes y hermosos. De las berenjenas ni se diga, crecieron y crecieron sus enredaderas hasta llegar a la casa y empezaron a treparse por las paredes y el techo y por todas partes se veían los huevos de las berenjenas colgando. Y la gente venía de lejos a comprarnos vegetales. Por eso bailábamos, Señor Juez. Teníamos que celebrar que aún estuviéramos con vida, aunque los maridos nos habían abandonado en medio de aquel berenjenal. Y no le dijimos nada a nadie, Señor Juez, salvo a nuestros maridos, a quienes se lo contamos todo en una carta. Y creo que fue por eso que nos descubrieron. Porque parece que el cartero tenía la mala costumbre de leer nuestras cartas antes de enviarlas por correo. Y le juro que no sabíamos que el hombre que enterrábamos bajo la lluvia era un sargento de la policía, y mucho menos que era el hijo del capitán.

Texto agregado el 16-09-2007, y leído por 121 visitantes. (0 votos)


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