Después de la boda, Luís María y Alina viajaron a Budapest y luego de alojarse en el Ritz Alina decidió salir a caminar un poco. Necesitaba sentir el aire sobre su rostro, sentir cuando la lluvia mojaba sos ojos, dirigirse hacia algún lugar donde pueda encontrarse con ella. Algún lugar donde pueda encontrarse. Tímidamente Alina recorría las baldosas de Budapest y de a ratos deseaba nunca haber ido hasta allí.
Un chico pidiendo limosna, una señora con un saco azul que mirándola de reojo, un hombre en bicicleta que sonriéndole cínicamente. Se sentía incómoda en cada rincón de la ciudad. ¿O acaso era que no soportaba sentir tan fuertemente la presencia de la lejana? Ella sabía que la iba a encontrar, que se iba a encontrar. En tal puente, a tal hora, tal día.
Decidió dejar de pensar por un minuto porque el dolor de cabeza ya le comenzaba a producir náuseas. Se secó las lágrimas con la manga de la blusa y regresó al hotel donde Luís María estaría fumando un habano, o leyendo el diario recostado sobre la cama y las cómodas almohadas fabricadas con plumas de ganso y seda.
El guardia del hotel la saludó con una sonrisa, y ella, susceptible, se apresuró a entrar. Quería que la dejen de mirar, de observar. Cada minuto que pasaba era eterno. Cada vez que cerraba los ojos sentía pánico por encontrar, en ese mínimo instante de oscuridad, a la lejana; por sentir otra vez su dolor. Se odiaba cada vez que sentía la nieve entre sus zapatos, cada vez que le dolían los brazos y el rostro y a veces, también, el cuello. Se odiaba por tener miedo constante, por no poder disfrutar del hotel, de la ciudad, de su marido.
Muchas veces sintió el impulso de escribir otra vez en su diario, pero no, ya estaba casada, esas fantasías de la soltería era tiempo de que acaben.
Y otra vez esa sensación. Esa necesidad de estar acompañada, esa soledad desgarrante, esa angustia incesante. No era la lejana. Esta vez, era ella quien estaba sufriendo. Era ella por no encontrarse, por necesitar sentir su presencia, por sentirse vacía. Algo estaba faltando. Algo, que ni Luís María, ni el lujo del hotel podían compensar.
Salió corriendo del hall del hotel, decidida a encontrar ese puente, a esa mujer. Que también era ella, en ese puente. Uno, dos, tres, cuatro… obsesionada por contar sus pasos, por correr cada vez más rápido. Tenía que llegar pronto, no sabía a dónde, pero tenía que llegar. -¡Rápido, me estoy esperando en el puente!- pensaba mientras aceleraba.
De pronto, la paz, la alegría, la tranquilidad. Una felicidad incomprensible le recorrió la piel. Un escalofrío paseó por su cuerpo. Una sonrisa. Esa sensación de haber llegado al lugar donde siempre había soñado. El debilitamiento de los músculos, las ganas de echarse a reír, la necesidad de arrodillarse. Ahí estaba, frente al puente. Los ojos le brillaban, impacientes. No veía a nadie, pero sabía que ella estaba ahí.
Levantándose lentamente y secándose las manos contra su falda, fue caminando por el puente. Veía asomarse una silueta de mujer. Se tropezó y alguien le tendió la mano para ayudarla.
Era ella. Se estaba mirando a ella. Ella misma se estaba ayudando a levantar. Las dos sonreían, aunque estoy segura que no entendían la razón.
Se abrazaron, necesitándose. Lloraron, intercambiaron lágrimas en vez de palabras. No podían separarse, las dos formaban una.
Y de repente cerraron los ojos. Esa mujer harapienta, que Alina alguna vez había odiado, dejó de sentir tanto dolor. Ya la nieve no le penetraba los zapatos. Y Alina… Alina comenzó a tener frío. Por un segundo pudieron sentir como sentía la otra, complementar sus pensamientos, fusionar sus sensaciones. Cuando por fin se separaron, la lejana, que ahora estaba tan cerca, le dijo tímidamente:-Hermana, sabía que vendrías.