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Inicio / Cuenteros Locales / guvoertodechi / Cincuenta y ocho patriotas (traidores) y un enemigo (amigo)

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Cuando el hombre alzó la vista del sucio y descuajeringado cuaderno en el que hacía sus anotaciones diarias, a través del portón semiabierto del extenso granero que ocupaba, alcanzó a divisar la partida de soldados que, bajando del cerro en fila india, marchaba hacia el lugar donde él se encontraba. Sin tiempo para atinar a hacer nada y apenas repuesto de la sorpresa, Alexander Gillespie y los demás prisioneros ingleses se encontraron frente a frente con la tropa que se aproximaba al mando del capitán Martínez, oficial español al servicio de la autoridad colonial.

Era una mañana otoñal luminosa y fría. La escarcha acumulada durante la noche anterior todavía cubría la copa de los arbustos y mojaba piedras y riscos en una amplia extensión de terreno. Una escueta majada de ovejas, una yunta de caballos bayos y un simpático petiso pastaban con desgano en el breve llano que rodeaba el establo y demás dependencias del establecimiento rural. Más allá, donde el horizonte se quebraba en múltiples figuras geométricas, se alcanzaba a ver la belleza de las montañas que conforman las serranías de Los Cóndores y Las Peñas. El valle de Calamuchita, por entonces desolado, asistía silencioso al encuentro que protagonizaron el 6 de junio de 1807 aquellos duros hombres de armas; unos, provenientes de la capital del Virreinato, llegaban en pos de una misión oficial, mientras que los otros, los extranjeros, habían sido confinados en aquel distante paraje cordobés a quince mil kilómetros de su patria.

Martínez, con estudiada marcialidad ordenó formar a la guardia que lo acompañaba y, desplegando el memorandum que traía consigo, fue derecho al asunto. La orden que, con la firma de Santiago Liniers y Gutiérrez de la Concha, debía cumplir la compañía de infantería, consistía en la confiscación del Libro de Actas que tenía en su poder el soldado inglés. En éste habían sido asentados, durante la primera invasión inglesa al Río de la Plata, los nombres de los militares españoles -europeos y americanos- que, luego de ser capturados, asumieron el compromiso de mantenerse neutrales y así evitar ser remitidos en calidad de rehenes a Inglaterra. Con razón, las autoridades suponían que dicho libro permanecía en manos del mayor Gillespie, royal marine de S.M.B., que un año antes había participado del ataque y de la ocupación de Buenos Aires, y que, en dicha oportunidad, se había desempeñado como comisario de prisioneros de guerra administrando las cuestiones atinentes a dicha función.

En agosto de 1806, al producirse la reconquista de Buenos Aires, el ejército vencido, que reportaba al general William Carr Beresford, fue internado en diferentes puntos del país tocándole a Gillespie y a un nutrido contingente de oficiales y soldados derrotados, instalarse en las Sierras de Córdoba luego de efectuar un largo periplo a través de la región pampeana. Estaba alojado en una estancia ubicada entre San Ignacio y Santa Rosa y allí lo encontró el pelotón que, diez meses después de la rendición inglesa, pretendía apoderarse del libro en cuyos folios figuraba la constancia según la cual la plana mayor de la oficialidad porteña había prestado solemne juramento de no volver a alzarse en armas contra el poder conquistador. Mientras no se produjera un intercambio formal de prisioneros entre ambos bandos beligerantes, los militares rioplatenses que habían dado su palabra de honor y estampado su nombre en el referido Libro de Actas permanecían inhabilitados para volver a combatir de acuerdo a los códigos bélicos de la época.

Varias razones urgían a Liniers, nombrado comandante militar y virrey interino del Rio de la Plata (por defección del marqués de Sobremonte), a tratar de conseguir el documento que guardaba el mayor Alexander Gillespie, a saber:

Eran exiguas las tropas leales que prestaban servicios en la región rioplatense debido a las bajas producidas en las recientes batallas y, también, a la neutralidad que debían guardar los uniformados que se habían rendido en la primera instancia del conflicto armado. En este aspecto, luego de la Reconquista (12 de agosto de 1806) se produjo una controversia pública acerca de los términos de la capitulación que habría refrendado el mando británico ante las fuerzas vencedoras locales. La Real Audiencia, el Cabildo de Buenos Aires, el Cabildo y el gobernador de Montevideo (Ruíz Huidobro), el virrey interino, incluso el mandatario anterior “en uso de licencia” (Sobremonte) discutieron durante semanas si la rendición había sido formalizada “a discreción” o “con condiciones”. Quienes sostenían la primera hipótesis, decían que los prisioneros de guerra juramentados con anterioridad quedaban automáticamente relevados de la obligación; quienes sostenían la segunda, entendían que el pacto de honor permanecía incólume.

A todo esto, los responsables directos de la primera invasión inglesa – el general William Carr Beresford y el teniente coronel Denis Pack- habían huido a la Banda Oriental en circunstancias poco claras. Este hecho, que implicaba la violación al más alto nivel de la palabra empeñada, fue interpretado por algunos como motivo suficiente para anular en forma recíproca el compromiso que ataba a los militares criollos a juramento similar. Sin embargo, tampoco había unanimidad de criterios al respecto. Por su parte, existían evidencias fehacientes de que en Londres se estaba preparando una segunda expedición militar a América del Sud, más poderosa y mejor pertrechada que la primera. Por el momento, la armada y el ejército inglés en operaciones, si bien fueron expulsados de la ciudad de Buenos Aires gracias al valiente accionar de Álzaga, Liniers y el pueblo porteño, aun controlaban su hinterland, mantenían bloqueado el estuario del Plata, habían desembarcado en Colonia y en Maldonado y, luego de un sangriento asedio, habían ocupado Montevideo.

Por lo expuesto, el gobierno necesitaba con urgencia liberar a jefes y soldados del pacto de honor que habían jurado acatar y, por ello, era crucial recuperar (y, eventualmente, destruir) el acta firmada por ellos. Españoles y americanos debían prepararse para una nueva invasión y no sobraba tiempo para atender complejas e interminables discusiones jurídicas.

Cabe acotar que Beresford y Pack, detenidos en Luján, contaron para su espectacular fuga con la simpatía, la complicidad y la asistencia logística de algunos de los miembros del “Partido de la Independencia”, aglutinamiento político difuso que confiaba en que, con la ayuda de los británicos, se podría liberar a Sudamérica del anacrónico yugo colonial. Los complotados consideraban que Gran Bretaña era la potencia que actuaba a la vanguardia de la modernización del mundo, en tanto identificaban al régimen español como paradigma del sistema tradicional en descomposición. Esta agrupación semiclandestina estuvo integrada por los hermanos Nicolás y Saturnino Rodríguez Peña, éste último, secretario de Liniers; Manuel Aniceto Padilla; Francisco González, funcionario del Cabildo muy amigo de Moreno; Francisco Cabello y Mesa, primer director de El Telégrafo Mercantil; Antonio Luis de Lima; Juan Larrea; Hipólito Vieytes, quien facilitaba su jabonería para las reuniones del grupo; Juan José Castelli; Mariano Castilla y Ramos, enviado a Gran Bretaña en busca de apoyo; Antonio Beruti; Domingo French; Hilarión de la Quintana, de destacada actuación en la gesta sanmartiniana y unos cuantos patriotas más (o, según como se mire, “unos cuantos traidores más” o “cipayos”, como los califica el revisionismo prohispánico). Juan Martín de Pueyrredón y Manuel Belgrano, no obstante compartir el mismo ideario revolucionario, habían desistido de asociarse a los invasores cuando sospecharon que éstos no venían en misión emancipadora sino de conquista, incluso en tren de rapiña, como fue el caso del comodoro Home Riggs Popham, marino ambicioso e inescrupuloso a cargo de la flota invasora, que se había apoderado de los caudales públicos del reino y los había fletado a Londres.

Pero, volvamos a las inmediaciones de Santa Rosa de Calamuchita.

El mayor Alexander Gillespie, no obstante hablar castellano con relativa fluidez, intentó evadir el planteo simulando no comprender el requerimiento que le formulaba el capitán Martínez. Luego, cuando se agotó este ingenuo recurso dilatorio, optó por oponerse férreamente a entregar el Libro de Actas tal como pretendía su interlocutor, que iba perdiendo la paciencia. Entonces, al persistir la reticencia del encartado, recordándole su condición de prisionero de guerra se le notificó que tenían instrucciones de apelar a cualquier medio, incluso la fuerza física, para conseguir lo que requería la autoridad jurisdiccional. Finalmente, aparentando acatar la orden imperiosa del delegado gubernamental, el inglés ofreció la llave del baúl en donde se suponía se encontraba el codiciado documento; llave que, en realidad, correspondía a la caja que guardaba pertenencias personales –ropa blanca, enseres y cartas- del teniente de marina Charles Forbes, compañero de vivienda de Gillespie. Así fue como Martínez completó, con displicencia, la inútil requisa de la caja equivocada para no hallar nada de lo que había venido a buscar.

Como la misión había fracasado y no podía regresar a Buenos Aires con las manos vacías, el capitán Martínez le pidió al militar extranjero que testimoniara por escrito que, a pesar del empeño puesto, por causas ajenas a su voluntad no había obtenido el libro de marras. La explicación que dio Gillespie; en una carta escrita de puño y letra dirigida al mismísimo Santiago Liniers, fue que dicho instrumento público había sido puesto con anterioridad a buen resguardo en el barco británico “Diadem” surto en el Río de la Plata. Con esta insólita epístola y el mendaz informe que la misma incluía, la tropa efectuó el saludo de rigor y emprendió el regreso retomando el sendero serrano por donde había aparecido aquella mañana otoñal de 1807.

A renglón seguido, Forbes, Gillespie y Pilcher (el otro oficial británico conviviente) procedieron a envolver con cuidado el Libro de Actas y lo enterraron a la vera de un arroyito, de modo de evitar que en el futuro pudiera ser sustraído en alguna nueva requisa. Según cuenta el responsable de su guarda, seis meses después de este incidente, el documento arribó intacto a Portsmouth. En efecto, para entonces ya había fracasado la segunda invasión a Buenos Aires, esta vez al mando de John Whitelocke, un mediocre general que, por razones de política palaciega, fue nombrado al frente de la difícil expedición a Sudamérica, con el bochornoso resultado conocido. El 7 de julio el ejército invasor reincidente concertó su capitulación con el Estado Mayor porteño de manera de poner fin a las hostilidades, proceder al retiro definitivo de las fuerzas de ocupación y al intercambio de los prisioneros que permanecían en poder de cada bando beligerante.

Alexander Gillespie, junto a otros cientos de soldados confinados en el interior del Virreinato, regresó a Buenos Aires y luego cruzó el Océano Atlántico para arribar a su patria a fines de 1807. Sin embargo, recién dos años y medio después hizo entrega de la documentación que permanecía en su poder al gobierno de Su Majestad Británica. ¿Por qué demoró tanto en realizar el trámite de devolución que, según era su obligación legal, debió cumplimentar cuando apenas llegó a Inglaterra? Además: ¿por qué, estando detenido en Calamuchita, se había negado con tanta vehemencia a entregar el documento, aún poniendo en riesgo su vida? El propio Gillespie, en un libro en el que relata su experiencia en Sudamérica, fundamenta su extraña actitud:

“[No entregué las actas a las autoridades españolas cuando me intimaron, ni a las inglesas cuando regresé] porque se habría envuelto a muchas familias respetables de Buenos Aires en el destierro, la calamidad y la ruina. Familias que habían puesto por escrito una promesa de lealtad a nuestro gobierno, la que había sido firmada por cincuenta y ocho de los más ilustres habitantes de la ciudad durante la época en que ésta estuvo bajo nuestro poder. Esos testimonios estaban registrados oficialmente bajo un título separado, pero en el mismo libro con las firmas de los oficiales españoles, de modo que si hubieran caído en manos públicas, aquellos hombres habrían merecido, cuando menos, la confiscación de bienes, el destierro de su país y, probablemente –cuando se consideran las pasiones de aquellos tiempos- la masacre de sus hijos por la plebe desenfrenada. Con tan seria preocupación me vi movido por sentimientos de la más elemental humanidad hacia esos devotos individuos, y por un alto sentido del deber hacia mi país, a proteger a esos celosos civiles partidarios de nuestra causa contra una catástrofe... Cincuenta y ocho habitantes respetables de Buenos Aires habían estampado sus firmas, expresando su lealtad y adhesión al gobierno británico, en un acto que implicaba correr un serio peligro y que no ofrecía ninguna perspectiva de beneficio personal.”

Más adelante, Alexander Gillespie describe las circunstancias bajo las cuales, a mediados de 1810, cumplió con el trámite oficial de facilitar al gobierno de S.M.B. los folios que retenía en su poder:

“Habían transcurrido dos años y medio desde nuestro arribo a Inglaterra, cuando las llamas de una revolución estallaron en las provincias de América del Sur, y fue en consideración de sus futuros resultados, con relación a los intereses, tanto políticos como comerciales de mi país, que fui influenciado para dirigirme [al Foreign Office] para ofrecerle la constancia que contenía los nombres que un día quizás aparecerían en los anales de los acontecimientos de esas convulsionadas colonias.”

Y, evidenciando estar orgulloso de la conducta que mantuvo a rajatabla, agrega:

“No pasó mucho tiempo sin que tuviese el placer de ver el preconcepto que me había formado convertido en realidad, pues de los seis miembros que constituyen la Primera Junta revolucionaria de Buenos Aires, tres se encuentran registrados en esa lista...”

Es decir, que fueron varios los próceres de la Revolución de 1810 que tres años antes habían jurado fidelidad al Imperio Británico cuando sus fuerzas armadas conquistaron el Virreinato. Gillespie guardó en secreto los escritos formales donde figuraban los nombres de los implicados en el entendimiento de que las personas que obraron de ese modo lo hicieron por genuino patriotismo y, en caso de ser descubiertos prematuramente, hubieran sido reprimidos sin piedad. Luego del histórico 25 de Mayo, cuando los “traidores a la patria” del inmediato pasado se convirtieron en los “patriotas” del presente revolucionario, aquel soldado enemigo (amigo) consideró que ya estaban dadas las condiciones para desprenderse del testimonio escrito que custodiaba celosamente, lo cual concretó el 4 de septiembre de dicho año.

Vale destacar, además, que actores y cronistas de aquella cambiante y convulsionada época coinciden en afirmar que, si no hubiera sido por el temor que todavía infundía el decadente régimen colonial (autoritario y burocrático) a los súbditos americanos, habrían sido muchos más los criollos que hubieran refrendado el acta de lealtad al rey Jorge III, quien, enarbolando la bandera del libre comercio, personificaba el nuevo paradigma económico y político promovido por Gran Bretaña (y EEUU) a principios del siglo XIX.

Finalmente, corresponde agregar que el trajinado Libro de Actas, no obstante haber cumplido el tenedor con las formalidades para su remisión al organismo oficial británico correspondiente, luego se extravió en alguna dependencia londinense, por lo que los argentinos jamás nos enteramos de quienes eran los que integraban aquella lista de cincuenta y ocho nombres ilustres, misterio que subsiste en la actualidad.

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GRAGEAS HISTORIOGRÁFICAS
Hechos Extravagantes y Falacias de la Historia
Año V – N° 41
Elaboradas por Gustavo Ernesto Demarchi, contando con el asesoramiento literario de Graciela Ernesta Krapacher, mientras que la tarea de investigación fue desarrollada en base a la siguiente bibliografía:


· Beruti, Juan Manuel: “Memorias curiosas”; Emecé, Bs.As., 2001.

· Brignole, Alejo: “De invasores e invadidos”; web, disertación, Bs.As., 2001.

· Elissalde, Roberto:“Historias ignoradas de las Invasiones Inglesas”; Aguilar, Bs.As., 2006.

· Ferns, H.S.: “Gran Bretaña y Argentina en el siglo XIX”; Solar, Bs.As., 1966.

· Fonderbrider, Jorge: “La Buenos Aires ajena”; Emecé, Valentín Alsina, 2001.

· Gallo, Klaus y otros: “Las Invasiones Inglesas”; Eudeba, Bs.As., 2004.

· Gillespie, Alexander: “Buenos Aires y el Interior”; El Elefante Blanco, Bs.As., 2000.

· Graham-Yooll, Andrew: “La colonia olvidada”; Emecé, Bs.As., 2000.

· Groussac, Paul: “Santiago de Liniers, Conde de Bs.As.”; El Elefante Blanco, Bs.As., 1998.

· Luna, Félix y otros: “Castelli” – “Liniers” – “Pueyrredón”; Planeta, Bs.As., 1999.

· Palermo, Pablo E.: “Memorias de Cornelio Saavedra”; Sudamericana, Bs.As., 2003.

· Palombo, Guillermo: “Invasiones Inglesas – Estudio documentado”; Dunken, Bs.As., 2007.

· Roberts, Carlos: “Las invasiones inglesas”; Emecé, Bs.As., 2000.

· Romero, L.A., O´Donnell, P. y otros: “A dos siglos de la invasión de 1806”; Página 12, 2006.


























Texto agregado el 14-09-2007, y leído por 374 visitantes. (0 votos)


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