“Hasta que la muerte los separe para siempre”
Durante el velorio de Ercilla, entre pomposas coronas de alegres flores y petrificados ángeles que miraban al cielo, Manuel me confesó su amor por la muerta. Lo hizo desordenadamente (no de otra forma surgen las palabras del corazón cuando son sinceras), con lágrimas en los ojos y sin dejar de mirarla; como si hablara con ella y no conmigo.
-Yo la amaba con locura, con desesperación, con una pasión que no podía controlar, pero ella no solo me rechazaba; también disfrutaba haciéndome sufrir. No conforme con darme a entender que jamás sería mía, me contaba de todos sus amantes (y puedo asegurarte que fueron muchos). Para ella, cualquier tipo era bueno para tener una aventura, menos yo; tal vez porque era el único que la amaba y quería algo más que a su cuerpo. Hubiera hecho cualquier cosa para que me amara. De hecho, lo hice: gasté una fortuna en brujas, parapsicólogos y hechizos, hasta viajé al Brasil a ver a un sacerdote satánico que, me dijeron, podía contactarme con el mismísimo Diablo para sellar un pacto. Pero todo fue en vano, siguió rechazándome y burlándose de mí. Debo tener algo de masoquista porque cada rechazo me enamoraba más y agigantaba mi pasión. Ahora que está muerta, podré amarla como siempre soñé; sin esperanzas, es cierto, pero también sin humillaciones. Cada flor que le lleve será como un beso (esos besos que siempre me negó), cada vez que limpie su tumba será como una caricia (esas caricias que nunca aceptó).
-Dejó instrucciones precisas -le dije conmovido y con un nudo en la garganta-; pidió ser cremada y que sus cenizas sean esparcidas en algún lugar que solo sabrán los padres.
-Es increíble –susurró con resignación-, hasta muerta me rechaza.
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