Desembarcada en este mundo en una fecha emblemática, pedacito de carne que viene a emparentarse con este loco de ideas estrambóticas y que llevará su apellido como genuino estandarte de la casta de los Pacheco. Con esta larga frase, comienzo a vislumbrarte, filón de vida, juguetito sonrosado que ahora maúlla en su lecho, ciego y desenfadado, bebiendo la blanca savia de su madre.
¿Sabes? Cuando nació tu padre, yo no estuve a su lado y –por lo tanto- no lo vi emerger desde las profundidades sanguinolentas de su madre. No se estilaba o – por lo menos- yo era renuente a presenciar este espectáculo tan limpio y tan trascendental en su esencia pero tan cruento en su génesis. Por lo mismo, cuando lo tuve en mis brazos, pequeño, exánime y tan indefenso, sentí una alegría vital, conmovedora, pero sin aspavientos de ningún tipo. Debe haber sido porque ya había experimentado lo mismo con mi primer hijo. Vaya uno a saberlo. Total, primero, esos pequeñuelos nos conmueven y más tarde aprendemos a quererlos ¡y en que forma!
Como te decía, Catita querida, mis emociones con estos rapaces fueron secas, nada de melodramáticas. No quiero que me mal entiendas, cuando se es joven, es previsible que llegue un hijo y uno lo espera desde el primer día de matrimonio, o mucho antes. En cambio, un nieto aparece cuando menos se le espera. Es de uno y es ajeno, nos pertenece, pero también es la mezcla de la progenie. Por todas esas extrañas razones, apenas supe que, en breve, te aparecerías por estos pagos, sentí una emoción que no se comparaba a la de la paternidad, era algo que iba in crescendo, sintonizado a la par con la guatita de tu madre. Y hoy, cuando recibí la noticia de tu nacimiento, no lo niego ni me avergüenzo de contarlo, sentí que me anegaba en lágrimas, apenas pude decirle unas cuantas palabras a mi hijo, mientras éste me contaba que ya te había tenido en sus brazos y te había recibido con una orgía de besos y con una felicidad infinita en su rostro.
¿Por qué me sucedió esto? ¿Será porque ya te quiero, aún sin saber del terciopelo rugoso de tu piel recién nacida y de tu carita sonrosada? ¿Será que esa es la manifestación más neta del amor que uno siente por sus hijos y que se expresa desnuda y sin tapujos ante la perpetuación de la vida? ¿Será simplemente que la vejez me ha transformado en un ser sentimental?
Puede que sea un poco de cada cosa, acaso la respuesta la encuentre más tarde, cuando transites a mi vera con tu nombre más largo que tus piernecitas y con tu risa más ancha que mis propios pasos, pasos de abuelo chocho que encontrará una nueva ilusión para vivir, ante cada una de tus jugarretas…
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