Era un asesino el cabrón. Ese día, Manuel Félix Fernández, alias el “Lupillo” fue al gallinero, donde coincidió con doña Pepa, quien lo percibió y correteó a escobazos por los polluelos que le faltaban. “Ahí va mi espada, voy por ella” dijo el Lupillo mientras salía corriendo, seguido por el alboroto de una anciana y una nube de plumas.
Doña Pepa, mejor conocida como la maestra de la metafísica de los pollos, era una modelo famosa, aunque ella no conforme consigo misma, cayó en los huesitos de la anorexia.
Decidió cambiar su estereotipo de belleza para estudiar, mejor dicho, para inventar la metafísica de los polluelos. Su historia comenzó cuando el doctor le descubrió que tenía cáncer, mientras se sumía en los acantilados de la depresión, logró tener comunicación con los pollos, hasta que un buen día uno de ellos por fin le reveló la cura para el cáncer.
A sus escasos ocho años Lupillo perdió a sus padres y a su madre. Desde entonces, añorante, hurtaba pollos, pues estos le recordaban a sus progenitores y a su madre. Se los llevaba hasta donde la veladora apenas evidenciaba los rasgos de San Bonifacio, que tantos milagros le había hecho. Luego, los fijaba contra la pared con clavos de herrería, cual si fuera un gran insectario.
Su inicio como sanguinario era algo que él no pareciera recordar. No es que él haya querido pisarla, simplemente dio un paso atrás y la gallina no tuvo tiempo de quitarse. Lupillo no podía con su cara de culpa, sólo habría querido esquivar la mano que con gran velocidad se dirigía a su rostro; el juego se terminó con el cacareo del animal.
Miguel, hermano mayor y valedor de Lupillo, se tumbó sobre el sofa negro con vista a la televisión; sonreía a carcajadas: -“no chingues pinche Lupillo, óra mi chavito me va a madrear, se la compré hace apenas un mes wey…”. Lupillo lo ignoró, el recuerdo de la gallina despanzurrada no le permitía ubicarse en el tiempo.
La risa del “Miky” inundaba la habitación, sofocando a Lupillo en pensamientos difusos. No pudo controlarse… su instinto fue el único culpable.
Cuando Lupillo recuperó la razón, se encontró vagando entre rostros carcomidos por la escoria de las calles. Se sentía tranquilo, con calma, como si algo dentro de sí hubiese fluido dejándole el sabor de un extraño clímax vengador, la satisfacción de darle santa sepultura a la desventurada ave.
Lupillo había dejado viuda a su cuñada Chole y a su único sobrino, el “querubín”, un chamaquillo simpático de seis años que tenía por costumbre bailar cumbias, quien además acostumbraba llevar siempre consigo un casete de cumbias que le había hurtado a su papá, quien a su vez lo había tomado como una gracia.
“-Mijo, tu papacito ya no va a poder llevarte más a su trabajo, ni tampoco va llevarte a comprar los tenis que tanto querías… Ya se nos fue con los angelitos y desde allá nos va a cuidar…” trataba de explicaba aquella madre, tratando de ser fuerte, rodeada de vecinos y chismes, aquella tarde, en la entrada del Seguro Social.
– Pinche papá puto- exclamó el chiquillo con su tierna voz, que realmente parecía de un querubín, mientras un moquillo se resbalaba en su carita sucia.
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Lupillo, que sabía de memoria los horarios en los que doña Pepa impartía sus singulares talleres, fue directo a su casa a visitar la sobrina de ésta. Entró al galpón con cautela y entre la paja vio a Martita, quien muy “caritativamente” repartía las sobras y migajas de pan duro entre el pollerío.
En medio del revuelo, Lupillo se acercó a ella y con aire muy ufano, saludó: -“¿Quí pachó mi Martis?”. La jovenzuela de diecisiete años lo ignoró. –“Oye, ¿qué, se encontrará doña Pepa?”.
La muchacha, inexpresiva, miró de reojo al adefesio. Pero él insistió- “Pos… ¿cómo a quí horas llega?, mira si viene, le dices que no me valla a buscar por que no voy a estar, ¿me entiendes? No voy a estar”.
-“Ajah” replicó ella, fastidiada, mientras sus pies salpicados de tierra mojada eran picoteados por una gallina insatisfecha.
-“Bueno Tita, entonces eso le dices, que no voy a estar” repitió Lupillo, mientras cogía un pichón regordete y lo echaba hábilmente entre su chamarra. La chiquilla permanecía muda, agachada junto a un platón de agua, previniéndose por si alguna mano se atreviera a alcanzar su trasero.
-“¿Y sabes por qué no voy a estar?” insistió y prosiguió aquél, quien a flor de piel, transpiraba alcohol de caña puro. “Me han invitado a la pachanga del presidente municipal, si yo no voy, se suspende todo. No, no puedo defraudarlos”.
-“¡Ya cállate!, ¡lárgate!, yo le digo a mi tía, pero…” gritó violentamente la chica, pero al voltear, se dio cuenta que ya estaba sola. Lo que no se percató, era la ausencia de otros tres pollos y una gallina ponedora, que aventuradamente se tranzó el Lupillo.
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Ya se ve venir… -¡vago, haragán!- le gritan unos mocosillos ignorantes que ojean curiosos una revista vaquera dentro de la del Memín Pingüín, amarillenta y tiesa. Pero el Lupillo no los escuchaba, simplemente pasaba las calles en su propio “viaje”.
El Lupillo, tan común y bebedor como cualquier otro, a sus mal vividos quince años, estaba muy orgulloso que la semana anterior una de sus más grandes hazañas había sido muy difundida y él pudo verla por televisión varias veces. Había recibido algunos pesos por tomar una pistola y descargarla sobre el BMW que se paseaba curiosamente ese día por el barrio de Tepito, conducido por hijo de un deudor de su patrón.
Dotado de buena puntería, logró darle tanto al conductor como al copiloto de aquél automóvil gris, pero le falló el tino con aquél niño que logró esconderse en la parte posterior.
Y aunque no le pagaron todo lo prometido, él quedó muy conforme con su nuevo reproductor de dvd (chafísima sin duda), un televisor de pantalla plana y unos cuantos pesos que le bastarían para subsistir hasta la próxima vez…
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