Debo confesar que, siempre me ha parecido fascinante la capacidad del subconsciente para mantener recuerdos… Los conserva ahí, dormidos, estáticos… Hasta que algo, un detalle pequeño, lo cambia todo.

Uno vuelve a sentir: ¡lo vive! Fueron tiempos difíciles, muy duros, y sin embargo, no los cambiaría por ninguna otra cosa de mi vida. Las tardes en mi viejo barrio las pasaba, casi siempre, en la canchita de fútbol, en compañía de Diego, mi mejor amigo. Ambos íbamos al “cole” juntos. Estábamos en la misma aula.

Diego era muy querido por todos, aunque era un tipo callado y sencillo: no se metía con nadie y nadie se metía con él. A la salida de las clases, nos veíamos en el patio central para decidir a qué hora nos juntaríamos en la cancha.

Lo mejor de Diego era que también él, de vez en cuando, prefería jugar a las “bolitas” en vez de fútbol, porque aparte de tener más puntería que destreza para correr, de igual forma, siempre quedaba la posibilidad de que pudiéramos llevarnos algunos de estos minúsculos trofeos a casa. (Debo reconocer que él siempre ganaba muchas más que yo).

Las cosas iban bien, hasta que, un día, se vino el golpe de Estado. En las calles se comenzaron a ver los militares y la gente estaba inquieta. Algunos de los inconformes comenzaron a desaparecer… Entre ellos, la mamá de Diego. Ni él ni yo entendíamos muy bien qué pasaba. Luego, comenzó a asistir a clases muy esporádicamente.

Faltaba poco para que llegara su “cumple”, y fue entonces cuando mi mamá me dio la gran noticia: había decido volverse a casar. Ahora, mi futuro “padre” quería llevarnos a vivir a otro país, lejos de la dictadura.

Muchos días después, volví a ver a Diego en el colegio; estaba distante. Lo esperé a la salida, pero me resultó muy complicado hablar con él, porque parecía esconderse de todos, incluso de mí.

Finalmente, lo convencí de volver a la canchita, a la hora de la siesta, con los demás chicos, para lo que yo sabía que sería la última tarde en el barrio, antes de partir a la capital, y de ahí, a mi último destino. Sin embargo, esa misma tarde estaban practicando otros chicos, mucho más grandes que nosotros.

Me sentí desesperado al saber que desperdiciaba el tiempo ahí parado, tonto, inmóvil. Diego, silencioso, miraba la polvareda que se levantaba entre los jugadores.

- ¡Uh!, bueno, ¿vamo’ a casa?- le dije, sin recibir ninguna respuesta. Diego, su pelo oscuro y despeinado, su mirada extraviada, con una bolsita en la mano llena de canicas, aparentemente no me había escuchado. La mami ya no quería que tuviera ninguna amistad con él, pero… ¡¿Ella qué iba a saber?!

Al llegar a casa, la nona se había preparado un mate, mientras el olor a tierra mojada se percibía desde hacía media cuadra. Tomamos agua de la manguera, y luego nos fuimos a sentar.

- Ehh… Che, Diego, mirá, yo tengo algo que contarte, y es muy importante que vos sepás… -le dije muy serio, al tiempo que apretaba el puño para no llorar-. Y… bueno… no sé cómo empezar…- alcancé a decir, pero él me interrumpió.

- Sí, sí, no me digás, sí ya todos saben que te vas… Es sólo que no lo quería creer- alcanzó a murmurar.

Ahí comprendí cómo un par de minutos pueden convertirse en toda la eternidad. Bajé la vista y me quedé callado.

- ¿Me podés hacer un favor?-.
- ¡Sí, sí, lo que vos querás!... Decíme,- rápidamente respondí.

Silencio absoluto, otra vez.

- Cuando viajés y andés allá arriba… ¿Le podés decir a mi mamá lo mucho que la extraño?-.

Sus profundos ojos se comenzaron a llenar de lágrimas, que después se deslizaron por su piel morocha, cuarteándola.

Luego, antes regresar de con su “viejo”, insistió en que le aceptara todo lo que le quedaba: su estimada colección de canicas, como una señal de despedida.

Hoy he vuelto a mirar atrás…

Aún me duele.