El frío traspasaba su ropa de dormir, incluso lo sentía más adentro de su piel, tocándole los huesos. Sentada en el piso, tenía la cara pegada a la pared de mosaicos. Frío en el cuerpo, y en el rostro calor insoportable. El muro mitigaba su dolor. No sabía si su cara estaba tan caliente por su malestar o si era por vergüenza. Entonces miró a su alrededor. El baño estaba oscuro y nada se oía en el exterior. Sin embargo, el corazón le latía con fuerza, expectante como estaba, su miedo era más fuerte que cualquier otro sentimiento.
Se abrazó las piernas hundiendo su cara entre ellas. “¿Qué pasará ahora?” La confusión la dominaba. En ese momento pensó si podía perdonar. “Seguro que no. ¿Cómo podría?”
Luego vino el deseo de no estar ahí ni en ninguna parte. Desaparecer, fluir como el agua hacia la coladera…
Un rechinido le causó sobresalto. Cerró los ojos instintivamente, presa del pánico…
Entonces oyó su nombre, y contuvo la respiración por unos instantes. Él, tras la puerta, le llamaba, le ordenaba salir. No entendía muy bien por qué, pues su pensamiento presa de horrible angustia no le dejaba escuchar. Él le pedía algo…. Que saliera para hablar.
Ella quiso algo, tal vez salir… pero algo estaba mal en su cuerpo porque no le respondía. Sentía agarrotados sus miembros, tiesos. Afuera él se impacientaba y empezaba a amenazar. “¿Y si volvía a hacerlo? No, eso si no podría soportarlo”, se dijo.
Así que se quedó muy quieta, casi sin respirar, contraída y desesperada.
Se recostó en el piso mojado. No quería estar ahí pero temía salir.
Reflexionó entonces sobre las preguntas que le harían sus conocidos al ver su rostro hinchado, con ese placer morboso de cuestionar lo que es evidente. Y tanto que se había dicho así misma “A mi eso no me pasará. La mujer que se deja es muy tonta”. Seguro que por eso se sentía tan avergonzada. Faltar al trabajo no era una buena opción puesto que lo haría un par de días pero “aquello” no se borraría hasta en una semana. Entonces pensó que él debía ayudarle, ya que había causado el daño. Seguramente se arrepentiría y pediría perdón, y buscaría hacerse perdonar de mil formas, nunca lo encontraría más amable. ¡Vaya plan!, esperar que se arrepintiera hasta que otra vez se volviera a poner agresivo y repitiera su acción.
Pensó en el por qué no podía zafarse de él. Era miedo. Terror a no salir adelante, a ser la basura inútil que le gritaba que era. Esta idea la turbo aún más: y que tal si tenía razón y no valía nada, y que tal si nadie la soportaba y quería como él decía con tanta frecuencia. Empezaba a creer que era realmente una tonta, porque no sabía escapar de toda esa horrible situación. Escapar… “Una posibilidad”, pensó. Se puso de pie y se fue directo a la ventana. La abrió y miró hacia abajo. Estaba realmente oscuro como se pone la noche justo antes de que inicie el día. No alcanzaba a ver el fondo, pero igual se decidió a escapar.
Escapar era la solución, el alivio a su tristeza y soledad, por eso, sin pensarlo más, se inclinó sobre la ventana, y se inclinó tanto, que lo último que pensó fue en la dureza del piso que la recibió, la misma dureza que había sentido en el puño de su esposo.