El comandante me ofreció el casco abierto como una boca.
-Eso es para los que pelean- le contesté.
Volvió a ponérselo y ya listos todo el comando lo siguió en silenciosa fila india. Y yo, el periodista, el observador, me uní a la línea.
Avanzaron veloces y agachados. Las sombras los envolvían y los ojos acostumbrados les decían que aun entre los edificios no habría peligro, que él estaría allá a la distancia cuando se aproximen a la oscuridad extensa del descampado.
Cuando terminó la línea de edificios se habrían perdido a la vista de quien se hubiera quedado mirando desde la última ventana. Ellos tenían la sensación de ser invisibles por ahora. El periodista se sintió agitado. Atemorizado de que una bala sin origen, casual y sin motivo se estrelle contra su cabeza. Había visto demasiados craneos vaciados estos últimos dos días, desde que llegó a la zona de combate, y para poder avanzar en esa negrura sin temblar -que es lo peor para conservar la vida- él necesitaba pensar que no estaba allí. A medida que nos íbamos acunclillando entre los yuyos y matorrales, y fumábamos espesos cigarrillos mientras esperábamos las órdenes del coronel para continuar avanzando, me sentí menos real y más tranquilo. Pero eso es mentira. Me sentía más real que nunca, como nunca en la ciudad, rodeado de todo lo que tiene un sentido repetitivo y seguro -tan seguro que nunca pasaría nada-. Me sentía real pero a la vez calmado. Como en un exraño contacto con lo más real y propio de mí mismo. Arriesgar mi vida en un territorio extranjero en una guerra intrascendente como los hombres tan valiosos que participan de ella para vender las fotos y reportes de las bajas y victorias militares. Y me sentía más cerca que nunca de mi naturaleza.