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Uno de los dos decía: - Las cosas son como son. Nunca pueden llegar a ser mejor o peor, tampoco serán más o menos bellas; han sido así, son así, serán así.
Este comentario “categórico”, lo escuché de dos sujetos que estiraban eternamente sus cafés, allá por una templada siesta de agosto en el bar de Flanacho, un amigo de de los que ya no vienen.
Ambos navegantes de la vida no eran parroquianos, por azar estaban allí ocupando una mesa del rincón oeste, el lugar más cálido a esta hora, en esta época del año.
El debate no llegaba a tener los ribetes de una acalorada discusión. Sus alegatos eran imperceptibles, apenas perturbados por una sutil mirada al reloj del salón, a veces uno, a veces otro.
Sólo por momentos les prestaba atención, sobre todo cuando alguno alzaban la voz un poco más del tono normal que empleaban. Mi mesa, aunque un tanto oculta de su vista, no estaba lejos. Leía el diario, sin apuro. Como cada día, gozaba sorbo a sorbo mi té con canela y los boyitos de anís caseros especialidad de Laly -la esposa de Flanacho-, cuando el comentario atrajo mi interés. En un momento “Otro” dijo: - Te juro que es así; lo conocí en Córdoba, vivía obsesionado con esa idea.
Era la excusa perfecta para acechar una conversación que acababa de cautivar mi curiosidad. Ahora tenía un pretexto por demás fundado para encargar a Severo, el mozo de siempre, una dosis más de té y boyitos. Me apronté a agudizar el oído y sobreactué mi lectura y mi indiferencia, por las dudas.
“Uno” dijo: - No me digas eso, no puede ser; es imposible que una persona pueda perder tiempo y dinero en una movida así.
- Pero sí, es así; lo que pasa es que tu postura es otra porque vos no has vivido lo que él vivió.
- Ahá!, ¿y qué vivió “Él” que no hayamos vivido todos nosotros en este país?
Entonces “Otro” dijo: -Jorge -allí descubrí que “Uno” se llamaba Jorge-, me extraña de vos. Cada uno hace con la vida, con su vida, lo que puede; cada persona siente un hecho similar de distintas maneras a lo que otras lo sienten. A ver, por ejemplo, cuántos tipos separados hay … miles ... vos te separaste de Marilén y quedaste congelado, en un freezzer, sin saber qué hacer, qué actitud tomar; en cambio Sebastián vive de fiesta en fiesta desde que pudo alejarse, a los palos, de Vivi.
- ¿Y vos qué sabés si él hace eso para no pensar, para bancarse la angustia y la soledad? Lo que pasa es que vos no conocés lo que es estar solo … ¡claro! Tu mujer es de fierro y tenés una familia modelo.
Y de pronto cuchicheaban, solapados; el volumen de sus palabras disminuía, no así el énfasis de sus gestos. Eran amigos, sí, se notaban muy amigos, pero el intercambio de ideas era enconado.
“Otro” comenzó a explayarse: - Lo ubiqué en Cosquín, estaba sentado frente al palco, más o menos en la fila diez cerca del medio, con los pies bien estirados en la butaca delantera; se veía que era un sujeto alto, desgarbado, había sido algo musculoso, ahora venido a menos. Su ropa estaba a destiempo, apropiada para cualquier estación del año, tanto para salir airoso del frío como de la lluvia, del calor o del viento. Zapatillas de básquet desgastadas pero limpias, pantalón de sarga azul oscuro, de vestir, aunque se notaba el uso a mansalva, carcomido ya de tanto lavado. Polera gris, impermeable marrón muy oscuro, largo, atemporal. Gafas rectangulares, chiquitas, de marco negro. El hombre era como un desdibujo, un bosquejo de algo pero con trazos irregularmente hechos, como que iba a ser, o mejor dicho, que había dejado de ser. De más está comentarte que la tristeza le bañaba el rostro con una luna de fuego, de brillo extraño, sin resplandor. No me fue fácil establecer contacto con él. La curiosidad traspasa barreras, hasta la de mi más resistente timidez.
Jorge lo miraba de un modo confuso, ambiguo, a su narrador. Sorbió un trago de café, probablemente frío, seguro el último de su taza. Desde el fondo la borra del negro potaje lo contemplaba ansiosa por saber.
Prosiguió: - Ya llevaba allí el segundo día, se sentaba a la misma hora, en el mismo lugar. El día anterior se había marchado sin prisa, como paladeando agriamente el instante exacto en que el presente se transforma en pasado. Luego de deliberar conmigo mismo por largo rato, me dispuse a hablar con él. Ya lo había decidido, pero me faltaba ese otro algo, ese “¿cómo hacerlo?” Tratando de lograr la menor artificialidad de mis tantos y tontos gestos “naturales” le pregunté, casi en un suspiro, como para no sacarlo de su tiempo y de su espacio, que seguramente no eran los míos:
- ¿Turista? -musité torpemente-. Demoró en contestar, creo más bien que aplazó por un instante su retorno de donde estaba. De soslayo, con un giro apenas perceptible de cabeza, contestó: - ¿Cómo? Parecía no entender, no a mi pregunta sino a que alguien se hubiese fijado en él. Creí entender que tal vez quisiese pasar por invisible.
Me sentí atrevido, avergonzado. De todos modos, seguí adelante. Las luces de la plaza de Cosquín eran tan insuficientes como osadas, tratando de prevalecer frente a lo efímero que se avecinaba. No supe cómo seguir, atiné a una frase que me sonó poco convincente pero que revestía un cierto halo de seguridad: - ¿De visita o de paso? Me miró y de modo lapidario contestó: - De regreso, sólo de regreso. Fue más una expresión de deseo que algo fáctico, pero parecía que por un misterioso designio se iba a disponer a la charla. - Siéntese -me pidió-, hace tanto que no charlo con alguien que no sea conserje, mucama de hotel o que venda pasajes.
Me pareció un comentario muy fuerte para mis vísceras, tal vez hasta inapropiado por lo repentino. En una novela de la tele, de esas edulcoradas bien culebronas, hubiese sonado a cliché. Sin embargo, él daba a entender que su vida interior paseaba mustia por otros tiempos.
Casi no lo miré, sólo lo escuché. Me senté a su lado, un alma taciturna se disponía a hablar. La tardecita se cubrió de sepia nostalgia.
- Por dolorosos motivos estoy solo en la vida. Sin esposa, sin hijos, ni padres ni hermanos, me siento como Gilgamesh pero mortal. Comparto con ese personaje la eterna tristeza de haber contemplado el final de quienes amaba.
Quedé helado, se me erizó la piel. La noche iba amenazando fresca a mis emociones que se congelaron de golpe. Luego de una pausa que pareció inmemorial, prosiguió. - Sabe qué sucede ... es que ... en realidad ... no hay una sola forma de encarar las cosas, hay miles, millones. Con sólo pensar un poco más de lo que lo hacemos habitualmente podemos conectarnos con ese mundo de posibilidades infinitas.
Seguí su conversación más extrañado que antes. - He pasado momentos muy felices con mis seres queridos. He viajado bastante, al menos por mi país, y pude conocerlo más de lo que esperaba. Salíamos en familia, con mi esposa y los niños. Fueron viajes espléndidos, gratificantes … cuando quedé solo decidí recorrer los mismos lugares que habíamos visitado pero todo en su reverso, para ver lo que ellos no pudieron, para guardar como un tesoro en mis retinas lo que ya no podremos vivir, porque no están, porque no me acompañan.
Empujaba en mi interior un gigantesco deseo por preguntar de qué se trata todo esto. La expresión me delató, mi interlocutor ahora devenido fugazmente en observadoraclaró: - Lo que estoy haciendo es la puesta en acto de una sensación que una vez me tomó por asalto y me arropó para abrigar de alguna forma mi indestructible desolación. Percibí que necesitaba estar allí, donde había estado con ellos pero en ese otro momento donde los lugares se convierten en no-lugares, donde éstos pierden el encanto de su razón de ser. Estuvimos un verano en Cosquín, con mucho calor, la plaza colmada a más no poder, los asientos y sus espectadores rebosantes de vida gozando del espectáculo lleno de luces, sonido y color.
Pausa, respira hondo y sin apuro, bebe aire húmedo, fresco y al unísono sus ojos parecen visualizar todo el entorno de aquella vez, la vista puesta sobre el escenario ahora famélico de su consabido esplendor.
Continuó: - Entonces pensé ¿cómo sería Cosquín sin todo lo que vivimos? ¿cómo sería cuando no estamos allí? Aquí estuve sentado aquella vez. Allá todo fue vida, hoy quietud, soledad, silencio. Esto es la contracara de aquello … ¿entiende? No puede haber blanco sin negro, cara sin ceca, yin sin yang. Por eso he viajado también a Bariloche en verano, para no ver nieve; a Mar del Plata en invierno con frío y sin montañas de gente alrededor, con bufanda y pulóver sin malla ni bronceador; por eso ahora ahorro en vez de gastar; tomo helado en julio y duermo de día. Hoy estoy solo, ayer estuve acompañado. Con el gozo que me produce vivir a contramano mi angustia disminuye, no sé bien por qué pero es así. Quiero conocer lo que ellos se perdieron y yo poder contarles … contarles … si es que alguna vez nos volvemos a ver. Silencio reflexivo de parte de los dos.
Demente o sabio, cuerdo o insano. Siempre la locura y el sano juicio han tenido límites tan difusos … pero ahora, en este sempiterno punto de mi vida, acaricié ese refrán con frenética necesidad, sin saber por qué o para qué.
Abandonó su reposo y sentenció: - Ahora sólo espero el momento sublime, anhelo poder ver la vida observándola desde la muerte. Y ya no entendí más nada, o incon-cientemente no quise entender. Esto me superaba. Sólo había querido satisfacer mi curiosidad sobre un desconocido, ser cortés, y a cambio obtenía una gran sabiduría o bien salía maltrecho en mis esquemas de vida, en mis sentimientos.
Comenzó a lloviznar, a llorar, suave e intangible. La garúa y la tristeza se confundían en gotas de plata sobre sus mejillas. Poco a poco la llovizna se iba haciendo más consistente, densa, aceitosa.
Este desconocido “inmortal” bajó cansado los pies del asiento, levantó el cuello del impermeable, sacó un arrugado pañuelo del bolsillo trasero del pantalón y secó con lentitud las incipientes gotitas de sus gafas. Se incorporó y con un gesto de cabeza a modo de despedida, a contrafaz de su pasado, se marchó.
En un derruido cartel luminoso de opacos colores, por una de sus roturas, pululaba intermitente un foco carmesí que envolvía su sombra ya lejana. La lluvia teñía con sabor a sangre su impermeable y mis labios … ¿tal vez los suyos también? No lo sé, no creo que pueda llegar siquiera a intuirlo.
Jorge miró boquiabierto a “Otro” y quedó regulando … sin saber qué acotar.

Mi segundo té con canela había quedado a la mitad, ya estaba helado. No tengo noción si comí la repetición de los boyitos de Laly, o si nunca los sirvieron. Había quedado totalmente absorto en el relato. El diario yacía caótico en el piso bajo la mesa, y dudé: ¿Habrá sido un sueñito siestero?, porque la mesa del rincón oeste está limpia … dispuesta a servirse otra vez.




Café de Agosto
Nano Gutierrez


Texto agregado el 10-09-2007, y leído por 85 visitantes. (0 votos)


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