¿Ustedes se habían percatado que para el incrédulo universo de los argentinos el Obelisco es el Elemento Eterno que proyecta su sombra al modo de un gigante reloj de sol?
Otrora nieve, presenta hoy tonalidades cobrizas y escamas añosas en su piel. Se jacta que los habitantes de edificios vecinos, cercanos y más lejanos, actualizan la hora con su umbre abismal.
Su triste penumbra cae azarosa por dondequiera y tizna de sutil ébano veredas cenicientas, azoteas de ropas barrilete al viento, plazas que cobijan parejas almíbar, ancianos saboreando miel de otoños íntimos.
Quien contemple desde las nubes su halo elástico no podrá dejar de sonreír cuando los automóviles entran, le hacen cosquillas y salen pícaros, de su espectro gelatinoso.
El cíclope que todo lo ve, observa cómplice los movimientos previos al descanso y al insomnio nocturno. Monstruos altísimos, rectangulares y prismales, de incontables ojos vidriosos, dejan caer sus párpados en tanto sus pies engullen seres arrumbados de oficinas a hiel.
Compañero silencioso, se entretiene con bandas de amigos en un bar sin tiempos, muzarela con anchoas y birra de trasnoche, parejitas inquietas por amor, fantasía y tango que les hace mal.
La penumbra lavanda ya deja de reír. Ajena a Febo, la noche da a luz en tanto mutila la estela del falo de la ciudad. Los relojes lo esperan por un nuevo día.
Una garúa tibia de café ancestral opaca senderos de asfalto.
Mañana es un día menos.
Obelisco
Nano Gutierrez
|