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Los árboles del Infierno, durazneros de la mejor melaza, decidieron en conjunto exiliar de una vez y para siempre a su sombra más trágica, menos dulce. Ya no podían vivir con tanta desconfianza silbando por toda la plantación.
No fue fácil decidir. De hecho hubo varios encontronazos entre sí; ramas mecidas por las olas más húmedas y frías atacaban a las más ortodoxas que a pesar de todo seguían de pie. Había que embestir.
Es que no era poca cosa. El Tigre de las profundidades era puro invierno, ya nadie podía creer en él; había hecho de su felinidad una vida sin códigos.
Ni remotamente domesticado, sólo apoyado sobre la pantalla ámbar, única lámpara de los abismos, decidió esperar para su ataque, o para irse. Calzaba estoicamente su armadura de tantas eternidades bajo el fondo de las estepas y los mares, enmohecida por agua de oquedades, inmóvil y violeta.
Allí estaba, esperando agazapado por ellos, o tal vez por él mismo. Nadie le dirigía la palabra. ¿Acaso un duraznero del mar negro abismo podría hablar en tales circunstancias?
Seis meses y cuarenta y cuatro días después, un sorpresivo coletazo helado de la corriente de Humboldt1 latigueó sobre una rama que ya se cernía sobre Tigre y lo rozó. Cayó livianamente sobre el lecho marino. Bajo las aguas insondables la ley de la gravedad es algo coyuntural.
Tigre y su armadura yacían sin vida ... ¿muerto de hambre? ¿muerto por el peso de su armadura?
No, se había extinguido su latir por pavor a los durazneros del Infierno del fondo del mar.
Humboldt
Nano Gutierrez
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Texto agregado el 10-09-2007, y leído por 66
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