¿Alguien ha recibido alguna vez un trozo de corazón palpitante y ha intentado descubrirle sus secretos? A mí me sucedió.
El escritor apareció hace unos pocos días con un legajo de papeles manuscritos. Mi labor era transcribirlos, ya que se trataba de un cuento que se presentaría en cierta universidad.
La letra, sin ser del todo ilegible, tenía una característica muy especial (es acá donde reafirmo que aquello era una pieza viva y palpitante que me atrapó desde un principio).
Los seres viajan, emigran, regresan, se apasionan, se incineran en esos episodios y renacen desde las arcanas cenizas para reanudar el ciclo. Todo aquello subyacía en esa alucinante historia que, desde la primera letra se desnudó por completo, para ofrecérseme como una página viviente. Y letra a letra y frase a frase, se fue descubriendo ante mis ojos aquella delicada epidermis, escrita con la sangre ardiente de la pasión.
A veces –no lo niego- me sentía tentado a cambiar alguna palabra y reordenar a mi manera cierta frase. Pero me resistía a aquello, porque eso significaba remodelar un pensamiento y hurgar en la herida sangrante que debía sanar, necesariamente, a tajo abierto. Por lo tanto, respeté cada frase y cada letra y me dediqué a tratar de descubrir el camino trazado, aún mucho antes que el autor lo imaginara en su cabeza. Es el vicio que inunda la mente de quienes vivimos para la palabra y nos seducimos con sus mágicas resonancias.
Debo confesar que la historia me atrapó, sin que yo pudiese o quisiera evitarlo. Como el autor me entregaba cierto número de páginas cada vez, yo aguardaba con expectación la próxima entrega y para aumentar mi curiosidad, iba transcribiendo el manuscrito, con la delectación del que ama las visiones que se van creando y recreando a punta de lectura y relectura.
La historia se enmarcaba en un juego de seducción que se había interrumpido durante largos años para florecer más tarde en la mente del autor. Existen detalles que permiten descubrir una vivencia y que la diferencian de una simple historia de ficción. La piel expuesta, la boca y la mirada, se vuelcan en el papel para tapizarlo de materias demasiado sensibles para ser inventadas. Hasta los acentos, las comas y los puntos suspensivos son cómplices de esta confesión soterrada. Es inevitable ver al autor reflejado en la fuente cristalina de su propio ser.
Al trasluz, apareció una serie de personajes populares, maestros y amigos de lenguaje coprolálico y dialéctica facilista. Me crisparon los nervios esos tipos, sin embargo, eran el contraste perfecto para esa historia que se desenvolvía en la telaraña intrincada de la seducción.
A veces, no puedo negarlo, me apropiaba de la historia e imaginaba varios finales alternativos. Entonces, evadía a esos seres básicos que desentonaban en el texto con sus intervenciones groseras, tan en contrapunto con la delicada filigrana del personaje principal.
El día en que el escritor apareció con el final de su historia, me embargó una viva emoción que disimulé a duras penas. No podía evitar sentirme un poco culpable por haber sondeado en las aguas profundas de sus vivencias y esa culpabilidad me arredraba. Yo había ingresado en el armario oscuro de sus secretos, era un poco ladrón de su historia, un escribiente que había sobrepasado la raya de su oficio para adentrarse en las aristas más íntimas de sus personajes. Tomé partido, quise manipular el destino de sus letras. Yo no tenía perdón de Dios.
Cuando leí las últimas palabras, las mismas que me diseñaban un final interpretativo, no lo dudé y escribí a mi manera: “La tomé entre mis brazos y la besé hasta que perdió el sentido. Cuando ella volvió en sí, la noche se desintegraba en miles de soles”. Y me sentí el peor de todos los hombres…
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