En mi casa la familia nunca pensó que llegaría a alguna parte. Sorprendidos quedaron cuando les dije que trabajaría en aquella peluquería afamada del gran centro comercial. Vengo de un barrio pobre donde la comodidad es el hábito común; a la mayor parte de las personas no les gusta lo que hacen y solo lo hacen “para traer los churupos a casa” y supongo que por eso se levantan y acuestan con la cara amarrada de amargura. En mi casa piensan que ando en algún asunto raro, porque a pesar del sueldo mínimo que me pagan y los días libres que no tengo, me levanto y acuesto con una sonrisa bien puesta, y me encanta sentir la envidia del resto. Se ríen a carcajadas cuando les digo que mi oficio es el de lavar cabezas, si, eso soy una “lavacabezas”. La naturaleza no me favoreció ni con inteligencia ni con un físico siquiera “veible”. Apenas y pude llegar a quinto grado porque la comida que me daba mi mamá no me daba la fuerza suficiente para llegar al colegio despierta, además de que era para ella mejor que la ayudara a cargar las latas de aceite quemado que usaba para freír las empanadas que vendía en la parada del autobús.
No me importó mucho cuando la Gerente de la peluquería de aquel famoso estilista me dijo: “Ay niña, pero ni siquiera bonitica eres, pero ni modo, aquí se necesita alguien que lave cabezas, ¿tú piensas que puedes hacer eso?”. Difícilmente lavaba mi propia cabeza con éxito, porque los crespos cerrados no daban mucho espacio a mis dedos y rápidamente me rendía al intento, pero fui atrevida y dije “SI” con gran entusiasmo, pensando luego que mi sonrisa cariada haría que aquella señora se arrepintiera. “Bueno niña, OK. Empiezas mañana, pero al mínimo descuido estás botada, sin paga doble por cierto. ¡Y cuidadito con tratarme mal a un cliente!”.
Aquel mi primer cliente venía apurado y con una cara de preocupación tremenda; ni siquiera me miró de frente cuando se sentó en el sillón especial de lavar cabezas, dándome la espalda, luego de colgar su pulcra chaqueta de traje. “Apúrate mujer que tengo una reunión importante y tengo que estar presentable”. Llegó hablando por el celular, que tenía conectado al “manos libres” y hablaba cosas de negocios; definitivamente algo iba mal y quería causar buena impresión, quizás para ganar algún buen dinero. Olía a colonia fina y a cuero; tapicería de un vehículo lujoso. Era un ejemplar, de mediana edad, unos 36 años a lo sumo, perfectamente afeitado y con camisa de puños con yuntas de oro. Jamás tendría a un hombre así. En aquel momento llegó mi revelación, caí en cuenta que estaba en el lugar preciso y en el momento preciso, y era dueña de su cabeza. De SU cabeza, por unos minutos.
Coloqué el paño tibio todavía sobre sus hombros; en el acto el hombre desabrochó su corbata y el último botón de su cuello, liberándose de aquel yugo. Tomé la toalla y la acomodé sobre su cuello y hombros, introduciéndola en el espacio existente entre el cuello de la camisa y su piel. Sentí el roce de mis dedos con ella. Estaba muy tenso. Con mis manos sugerí que descansara su espalda en el sillón perfectamente inclinado en la posición típica de lavar cabezas. Pensé; “para esta tensión, agua tibia”. El hombre reclinó su bella cabeza hacia atrás y cerró sus ojos, me dejó una visión de dioses: su perfil perfecto visto desde atrás, su pecho creciendo y decreciendo en cada respiración. Y aquel pensamiento no se iba de mí: SU cabeza es mía. ¿Cuántas mujeres abran tenido la oportunidad de lavar “esta” cabeza?.
El agua tibia mojó su cabello, llené mis manos de shampoo especial para cabello fino y comencé a hacer espuma. Mis dedos se pasearon por su cráneo de manera circular, mis pulgares masajeaban la parte baja del cráneo, cerca de la nuca, mientras los demás dedos cuadraban perfectamente con la forma oval de su cabeza. Estos pulgares míos rotaban y se movían masajeando mientras sentía que la rigidez de sus músculos desaparecía lentamente. Los dedos medios masajeaban sus sienes y la tensión de su rostro se diluía con cada segundo. Comencé a ver el efecto que causaba en aquel hombre quien al pasar de los minutos se entregaba completamente a mí. Agua y jabón, la ampolla de aceite para la caída del cabello, y los dedos seguían moviéndose a su antojo, reactivando la circulación trancada de tanta angustia. En algún momento cerré los ojos e imaginé una perfecta escena de seducción y él pidiéndome con ansía: “Lávame la cabeza”.
Al terminar, sequé lentamente el agua que escurría, y toqué de nuevo sus hombros para indicarle que estaba listo para su corte y secado, tal y como lo había solicitado. Se levantó lentamente como si despertara de algún letargo, y estando ya completamente erguido se volteó. Su rostro ahora estaba sonrosado, y una pequeña sonrisa salía de la comisura de los labios. Me miró directamente a los ojos y luego hacia el cartelito que tenía colgado de la bata, con mi nombre escrito en letras doradas. “Adela, gracias”, susurró.
Más hombres como este han pasado por mis manos, sus cabezas son mías como nunca lo han sido de ninguna otra mujer, ni la más perfecta, ni la más soñada. No necesito tener curvas perfectas, cabello lacio y rubio, u ojos del color del mar para que estos hombres me necesiten. Cada día me buscan, escucho decir en la puerta “¿Cuántos tiene Adela?. No importa, esperaré”, de la boca de niños de mamá y hombres perfectos, ansiados, pensados. Y yo con sus cabezas en mis manos.
Esta es la razón de mi sonrisa diaria, a pesar del sueldo mínimo y la cara con verruga de la Gerente de la peluquería. Cada vez que comienzo mi trabajo empieza mi aventura diaria en un mundo que yo solo domino, en el mundo de lavar cabezas. Jamás pensé que disfrutaría tanto el sacar el sucio de cabezas desconocidas cada día. Me especialicé en el asunto y perfeccioné mis métodos, cuando descubrí la reacción que tenían mis caricias antisépticas sobre los cráneos de estas gentes con billete.
A ver si se animan, que yo, me lo gozo de lo lindo.
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