Esta suave mañana de febrero, el ámbar de la fiebre predomina sobre el blanco de la nieve que ha cambiado la perspectiva de la calle, y sobre el negro al que conduce el túnel de unos párpados cerrados por el peso. El cuerpo, con simetría de libro, permanece atado por las manos, como si los dedos fueran el candado de un diario. Las paredes de la habitación se redondean como la bóveda de un horno y el calor convierte en cenizas la leña que hay dentro. La arena se escurre entre el cristal del tiempo. En el aire, cada vez más denso, flota un olor de agua de azúcar tostada. El aliento tiene la fluida consistencia de las magdalenas a medio cocer. Entraron pálidas, sumergidas en moldes rizados, en una bandeja de forja, sobre una pala de madera, y van subiendo, subiendo, subiendo, hasta formar rodillas en hilera doradas por el sol. La lluvia quema y se evapora. Las grietas dicen que es posible volver a reír tras la hecatombe, y que es sabio el absurdo de los días que suceden a las noches. Las sábanas se impregnan de sudor y huelen a pan tierno, pero la corteza dura no se puede masticar y si se ablanda de humedad parece la correa de un cinturón de cuero, la miga caliente se hace bola entre los dedos y se introduce en los oídos con aislante tibieza de falso algodón. No hay ruido, y sin embargo todo cruje interiormente, alrededor. Mueren los sueños a manos de las siluetas que deambulan lentas por la concavidad ardiente de la habitación. Idea volátil de chocolate relleno de sangre. Lecciones escritas en los pesebres, entre basura negra, en la cueva del champiñón. Verdades que adolecen. Pupitres de madera incandescente. Árboles secos. Hojas que crujen y se rompen. Gris que se disuelve en el futuro de unos hombros. Pasos que caen en el abismo. Ventanas estrechas. Lunas amarillas que arden si las miras. Niebla quemando los ojos como un gas venenoso. Camino marchito. Agua de azúcar demasiado caliente. Dulzura que duele al tragar. Pensamiento rojo.
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