El edifico era de lo más extraño que encontrarse podía; vivían allí los de abajo los del centro y los de arriba. De los de abajo podríamos decir que al igual que el lugar en el que habitaban eran de lo más oscuros y fríos; si te cruzabas con uno de ellos al tomar el ascensor, bien podía optar por subir por las escaleras para evitar el tener que saludarte; eran escurridizos como ellos solos y así lo que acababa ocurriendo es que tú mismo evitabas cualquier contacto con esas gentes, bajas por su localización.
En cuanto a los del centro eran los más centrados de todo el edificio y puede que incluso de todo el barrio. Si había que decantarse por algo, ellos siempre buscaban el término medio en el que, también, parecían encontrar la virtud. Si había una asamblea general del edificio, ellos siempre se situaban en el centro de la sala y ninguno osaba pasearse por los laterales de la misma; “si decides estar en el centro, te sitúas en él y no tomas las vías extremas” decían.
Con respecto a los de arriba, oh ¿qué decir sobre esos estirados? Siempre con la cabeza bien alta y mirando a la gente por encima de su nariz. Creían estar más cerca de las nubes que nadie. Ellos no se relacionaban con los del centro a los que consideraban unos sosos poco decisos, ni con los de abajo, de los que sostenían que al estar tan abajo debían de tener como amigas a las mismísimas ratas que habitaban en el sótano del edificio.
El caso es que este edificio tenía tres partes bien diferenciadas, con gentes bien distintas, muy bien localizadas, cuya localización les condicionaba vitalmente… ¿no es extraña la vida?
Sin embargo la unión que el vivir bajo una misma masa de cemento podría haber provocado no se veía en ningún sitio. Los habitantes del edificio, más concretamente los de abajo y los de arriba, se odiaban a muerte y pasaban horas pensando cómo deshacerse de los demás y, de este modo, hacerse fuertes allí.
Un buen día, los de arriba decidieron “es el momento de acabar con los de abajo, esta situación es insostenible y está visto que nunca nos entenderemos”. Así, se descolgaron por la fachada, a sabiendas de que los de abajo jamás empleaban el ascensor y allí no podrían sorprenderlos. En estas, uno de ellos situó el pie en el sitio incorrecto y resbaló con la malísima suerte de arrastrar a todos los que atados a él estaban. La policía los encontró en el suelo.
Mientras, en el piso inferior, los de abajo también trazaban un plan para hacerse con el edificio, el objetivo: acabar con los de arriba. Subirían en el ascensor que era lo que esos estirados empleaban a diario para subir a su cielo. En estas estaban cuando con un estrepitoso crujir de huesos el ascensor quedó en el sótano y, de esta manera, los de abajo abandonaron de manera trágica su amado edificio. La policía los halló en ese lugar.
Los centrados habitantes del centro no podían creer lo que había ocurrido, de pronto, sin esperarlo todo el edificio era suyo. Se demostraba, una vez más, la teoría de que los extremos nunca fueron buenos.
|