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LA CASA EN EL AIRE


-Se nos va a caer la casa-. Le dijo con cierta preocupación Rosa a su marido. Cuando las ramas altas de los árboles se sacudían más de lo normal, ella presagiaba siempre la posibilidad de precipitasen a tierra junto con el inmenso arbol que los sostenían en las alturas cerca de las nubes, a pesar que ya estaba acostumbrada a embates peores y a climas mas adversos. Su esposo, Juan, siguió como si nada atrapando los innumerables frutos que se entraban a la fuerza por las pequeñas ventanas de la casa empujados por la ventisca. Desde que construyó la casa con la ayuda de su mujer, tuvo la precaución de proveerla de la mayor cantidad de ventanillas posibles, con el único propósito de alcanzar sin mayor esfuerzo las frutas y cualquier animalejo desprevenido que les servía de sustento a la pareja.
Como cualquier casa normal, la de Juan y Rosa poseía una pequeña cocineta; un comedor de dos puestos y una litera; todo hecho con troncos y ramas del mismo árbol donde construyeron la casa por iniciativa de Juan, quien, bajo la mirada atónita de su mujer, le aseguró que lo había soñado muchas veces.
A pesar del temor, Rosa siempre aprovechaba las lluvias para recoger agua por medio de unos ingeniosos canaletes construidos por Juan con hojas de matas de plátano. El preciado líquido siempre mantenía de sobra en la casa, tanto que había que regarlo sobre el mismo árbol para evitar el sobrepeso.
Los brazos inmensos de aquel gran árbol, se entrelazaban con las ramas de otros árboles vecinos hasta abarcar varias hectáreas a la redonda y permitían grandes caminatas de los esposos sin tener ningún tipo de contacto con el suelo que ya era extraño para ellos. Rosa siempre disfrutaba de aquellas excursiones arbóreas, sobretodo por la gran cantidad de variedad de frutas y algunos otros manjares celestiales que ella nunca había visto en la vida turbulenta del suelo. Sentía también un goce especial al contemplar extasiada las innumerables clases de animales que se encontraban a su paso. Primates superinteligentes, con atributos físicos que ella nunca se imaginó que existían, y que ni siquiera en un cuento de hadas escrito en el mundo del suelo lo había leído. Aves enormes, con plumajes fantásticos, cuyos nidos tenían el tamaño similar al de su casa. Era un mundo completamente diferente, del cual, pensó en voz alta para que la oyera su marido, no saldría nunca.
Muchas horas después, cansados de caminar por las copas de los árboles, y sin poder llegar a un límite definido, los esposos del aire volvían a su hogar cargados con cuanta clase de comestibles ofrecía la inmensa selva a muchos metros del piso firme. Se convertía entonces la pequeña casa en una gran despensa, con alimento de sobra para ellos y para muchos comensales imprevistos que se colaban por las ventanas bajo su pleno consentimiento, pues ya hacían parte de la familia.
La rutina del día para Juan era pulir los alrededores de la casa, haciendo cobertizos de madera que comunicaban con los árboles contiguos hasta formar grandes plataformas aéreas, con sillas rústicas pero bien elaboradas y hamacas hechas con ramas y bejucos que servían para el descanso en las tardes de verano en las alturas verdes.
Cada día que pasaba, era más remota la posibilidad que aquellos seres abandonaran esa vida fácil, tranquila y descomplicada que en el suelo profundo y tormentoso nunca podrían llevar. Solo pensaban en vivir muchos días en aquel ámbito de paz y sosiego, lejos del bullicio mundano; lejos del mundo material y duro; alejados de los hombres incomprensibles e intolerantes.
Un día de Rosa era como un minuto en aquel calendario sideral que colgaba de las ramas del árbol mas frondoso y de mayor edad en la espesura. Ni una hoja dejaba la mujer que manchara la pulcritud casi papal del lugar. Pasaba horas enteras recibiendo y alimentando criaturas de toda índole, venidos de otras junglas remotas y de continentes nunca conocidos por explorador alguno. Aseaba y retocaba los nidos de las aves que ya hacían parte de la casa, apostados en todos los rincones y salientes que formaban los troncos al cruzarsen unos con otros creando una armazón casi invencible ante cualquier calamidad. En algunos espacios en que Rosa no estaba entretenida en sus quehaceres inverosímiles, trataba de escudriñar hacia abajo, pero la tupida y gruesa capa de hojarasca no dejaba un solo vestigio de luz hacia el suelo. Era una división infranqueable. Una separación impenetrable entre el mundo cruel de abajo y el universo verde y sencillo de arriba. Comprendió entonces Rosa que aquella barrera había crecido tanto como el sueño alcanzado por su esposo y que se postergaría para toda la eternidad con toda su descendencia por los siglos de los siglos.
Una mañana de eterna primavera en las alturas, con un sol radiante y cantos de pájaros juglares, despertó a los desprevenidos habitantes de aquel paraíso de madera, un ruido ensordecedor, seco, penetrante. Un ruido que taladraba los confines del alma. Un estruendo, que enseguida supo Juan, venia de abajo; de las propias raíces del gran árbol, de su árbol. Fueron pocos segundos en los que Juan alcanzó a comprender lo que estaba pasando. Solo pocos segundos de trepidar de madera y hojas. De aleteos enloquecedores de aves y chillidos ahogados de primates. Antes de que pudiera ver la cara de terror de su marido, Rosa solo alcanzó a exclamar con la voz llorosa y entrecortada:-“Mijo, nos tumbaron la casa”.

JUAN DE LA CRUZ ROSARIO



















































































































































Texto agregado el 07-09-2007, y leído por 882 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
07-09-2007 Buena metáfora del avance "civilizador" de la sociedad. Notable la redacción, aunque algunos detalles de estilo deberían ser corregidos. Saludos. leobrizuela
 
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