Cuando se miraron el tiempo ya había resuelto el desenlace, la soledad abarcaba sus pupilas diminutas, frías como un eco de batallas resplandecientes de dolor. Pablo y Martín; anónimos, difusos, bajo un sueño de esquirlas expandidas en sus rostros, enjutos, abatidos. Un fusil cerca el avieso territorio de banderas, de campos opuestos y enigmáticos, de miradas quietas y furtivas. Pablo resiste en su trinchera, al igual que sus soldados de plomo lo hacían en la infancia, cansado de enemigos que no reconoce, de pólvora rondando madrugadas. Martín sólo tiembla en el oscuro frío del amanecer que nunca compartió, ni quiso compartir. Y el sargento, su estrategia, las siluetas enlutadas bajo una contraorden que no llega, junto a las balas que no dejan de fluctuar. Sus rostros se enfrentan en una emboscada del infierno, mientras los ojos recorren el territorio de sus pieles en un último suspiro; después la sangre, los gritos, el hierro humeante durmiendo en las entrañas. Ninguno de ellos volverá a sus casas, ninguno jugará con sus hermanos o hijos, ninguno saludará de nuevo a sus madres, padres ni amigos. Hoy la tierra está de luto asistiendo a su propio velatorio de cuerpos y de llantos, sepultando lo finito de las razas junto a su existir.
Ana Cecilia.
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