Vivió en un mundo sin amanecer, se crió entre las sombras de las llanuras y bebió las tinieblas de los ríos. Comió la carne cruda de las criaturas del frío, pues el calor nunca se quedaba mucho tiempo en aquella tierra, ya que su hermana luz jamás la visitó.
Vivió errante, con el recuerdo apagado de la calidez de otra persona, demasiado difuso para retenerlo, demasiado doloroso para rememorarlo.
Sobrevivió, luchando por no convertirse en animal, afanándose en mantener la cordura en el vacío, en los lugares plagados de nada. Corrió aullando su melancolía, balbuceando en las orejas de nadie, repasando con los dedos los restos de lo que un día fue, buscándolos sin propósito.
El día de su final, vencido su cuerpo exhausto entre las cenizas negras, alzó la vista sin más intención que esperar la lóbrega conclusión de la noche eterna. Aspiró el polvo con fuerza cuando lo vio:
Un rayo de luz quebró la negrura del firmamento, alumbrando el mundo por primera vez en un tiempo incalculable. El deseo cumplido de un solitario moribundo, ver por primera vez los vestigios de la civilización olvidada.
El osario descomunal apareció ante sus ojos atrofiados, los esqueletos oxidados surgían entre la escoria y los cascotes de las antiquísimas construcciones, asomaban entre los hierros retorcidos y reposaban sin esperanza. Una enorme columna de acero podrido se alzaba en medio de la desolación, asomando de un oscuro nicho subterráneo con su punta rojiza hacia el cielo, un arma de antaño, una herramienta del viejo Apocalipsis.
Se desmigajaron las tinieblas a medida que la luz se abría camino y apuñalaba el suelo, un nuevo amanecer, presagio de un mundo diferente, demasiado tarde para el hombre sin luz, demasiado tarde para la humanidad.
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