EDIFICANDO LA NOVELA (Nota I)
Premeditadamente utilizamos una forma del verbo «edificar» para referirnos a la novela, en vez de los convencionales “escribir” o “componer”. Indudablemente nuestra visión del género es poco común, ya que aparentemente lo aproximamos más a una labor manual que a un trabajo intelectual. Acaso se deba esto a que hemos intentado una y otra vez forzar a las palabras e innovar en sus posibilidades combinatorias en forma tal que el esfuerzo acabó más emparentado con el oficio de un albañil o de un maestro mayor de obras que con la tarea oficinesca de un literato.
Este introito no coloca en situación de explicar que, por lo menos en nuestra experiencia, advertimos la coexistencia de dos formas bastante diferentes de considerar a esta especie narrativa. Una de ellas –a la que podríamos denominar “canónica” por fija, habitual, estable-, contempla el desarrollo de la trama desde un punto de vista único, exterior al relato y que revela la presencia de un narrador “a lo divino”. Este narrador, casi Dios, lo sabe todo, lo ve todo, lo explica todo. Y si bien no usa ya de la cláusula de apertura «Había una vez...», no deja de encuadrar la mayor parte de lo que refiere en un tiempo pasado que le permite un cómodo margen para moverse por fuera de las acciones.
Tal circunstancia le permite el privilegio de penetrar la conciencia de los personajes y observar con esclarecida visión racional, los actos que cometen en su calidad de efecto de causas que jamás deja sin explicar en detalle. Esta clase de narrador no necesita de la psicología aunque después de Freud haya hecho un notable esfuerzo por incorporarla. Ubicado en un lugar elevado, lo ve todo “desde arriba”, al mismo modo en que según los antiguos, los dioses contemplaban a los hombres. Por eso se puede permitir el lujo de labrar minuciosas descripciones, alternando el impresionismo y el expresionismo a voluntad.
La novela es para este narrador un microcosmos que crea y maneja a su antojo. Que entrega al lector como un producto terminado. Imponiéndole un rol pasivo de consumidor. Facilitándole la tarea en forma extraordinaria. Dejando por su cuenta sólo el esfuerzo de buscar por su cuenta los significados de las palabras que le resultan desconocidas. E instalándole la idea de que sólo las novelas que cumplen con estas características son “legibles” y los novelistas que responden a un esquema como el descrito, “buenos”.
Por caminos muy distintos deambulan otras posibilidades de narrar, bastante difundidas en la novela contemporánea pero aún muy resistidas por un amplio sector de lectores. Un narrador en primera persona –encarnado un rol protagónico dentro del relato o asumiendo el papel siempre precario de un testigo-, echa por tierra con toda pretensión omnisciente. Quebrando la homogeneidad del relato y dejando la sensación de que los hechos se liberan de toda intención de orden. El conjunto zafa de cronologías previsibles y se transforma en un extraño puzzle que nunca acaba de armarse, que deja piezas sueltas, cabos sin atar o nudos sin deshacer.
El receptor de tal desbarajuste queda expuesto a visiones fragmentarias de la trama, no siempre confiables y en las que es posible descubrir, parafraseando a Discépolo “como en la vidriera irrespetuosa de un cambalache” , elementos diversos. Indudablemente, el lector debe abandonar su reposada actitud consumista y movilizarse para reconstruir el mosaico. Tarea que se vuelve cada vez más ardua porque no se le ofrecen modelos ni ejemplos. Y que se puede tornar sumamente riesgosa dado que es frecuente que el relato muestre arteras referencias a la existencia común de todos los hombres de las que también él participa.
En manos de narradores de esta laya, la novela permuta su valor tradicional de “parábola de la vida” por el innovador de “espejo de la existencia” y quien cuenta pierde el sitio principal de guía al dantesco modo y pasa a ocupar el modesto lugar de “uno más” en los conflictos ordinarios que el relato reproduce. Y que para alcanzar mayor y más certero impacto, suele recurrir a técnicas como la corriente de la conciencia, el monólogo interior, la experiencia onírica, la visión caótica. Con estos artilugios se accede a los mismos sótanos del ser. A sus zonas sombrías y a sus destellos luminosos. A las sensaciones. A los presentimientos. A los actos fallidos, los éxitos, los fracasos, los temores y los equívocos.
Y lo que se pierde en orden se gana, definitivamente, en aprendizaje. En iniciación en códigos distintos, en lenguajes revolucionarios, en aprehensión de mensajes de autores que tal vez por distintos o por demasiado singulares, todavía son puestos en duda, discutidos, cuestionados. Y con muchísima frecuencia, desvalorizados y hasta ignorados. Por prejuicios hondamente arraigados. Sobre los que tenemos mucho por decir...
Mario G. Linares.-
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