Los primeros días de Agosto, en mi provincia comienzan las plantas y los árboles a renacer. La ciudad tiene adornada sus veredas con árboles de naranjos.
En días como este me siento envuelta en un manto perfumando mientras camino, trato de detener el paso o de respirar hondo cuando paso junto a uno de esos naranjos.
Los azahares de mis calles tucumanas, me traen a la memoria el patio de mi casa de la infancia.
La niñez perdida entre el aroma y la flor de los naranjos.
Penetrando en mis sentidos el recuerdo va llenando mi alma.
A la mente llegan las notas tenues de un Arroz con leche o de un Mambrú se fue a la guerra, me encuentro entre unos brazos tiernos, unas manos suavemente ásperas acarician mi pelo.
Un patio de tierra que en verano levanta remolinos de ceniza y polvo mientras los changuitos corren tras una pelota. Y pensar en la ceniza me trae a la boca el sabor intenso de la miel de caña. Pero cómo renegaban las abuelas cuando tenían que barrer la casa, desperdigadas por todos lados las huellas oscuras del ingenio.
El patio huele a tierra mojada cuando llueve, el agua hace patitos anunciando que será un diluvio.
Por las noches se puebla de duendes y fantasmas que me miran desde la oscuridad sin dejarse ver.
En el jardín, los viejos sillones de hierro forjado me dan albergue y me hamacan. Qué inmensa la inmensidad del cielo en la noche tucumana. Tengo nada más que diez años… allí estoy, en esa noche… lentamente me transformo en una más de aquellas rutilantes estrellitas en el silencio del firmamento.-

-.Alejandra.-